El cerebro es uno de los mecanismos más eficientes de la naturaleza. Cuando nuestra tecnología era palos y piedras, nuestra supervivencia dependía de tomar decisiones “sin pensarla demasiado”. El lujo de reflexionar sobre áreas grises de la realidad y crear “pactos” nunca perteneció al hombre primitivo. Hoy protegemos al león, estudiamos su conducta e invertimos tiempo y esfuerzo en impedir su extinción. Ese lujo de proteger y no exterminar al león es producto de muchísimos milenios de evolución.
Hoy, supuestamente civilizados, seguimos simplificando la realidad en dos colores, blanco o negro. En su manifestación más inocente, implica simplemente desprestigiar socialmente a quien es diferente a uno. Esto es una manera de validar nuestras elecciones de vida, y también de proteger nuestro territorio. Sin embargo, cuando ese instinto se infiltra en todo ámbito de nuestra convivencia social, el “jueguito” deja de ser por la reputación de un individuo, y está en juego la integridad física de nuestra nación. El juego político requiere diferenciarse del adversario, requiere elevar una bandera ideológica y convencer al pueblo que “nosotros” tenemos la solución. Eso está bien, sobre todo durante elecciones. Pero cuando nos vemos enfrentados a la dura tarea de hacer viables leyes, planes y proyectos, la contienda política debería abrir paso a consideraciones del evasivo y abstracto “bien común”.
Esto requiere del ejercicio democrático de conciliar posiciones, de alcanzar acuerdos prácticos y funcionales, de buscar puntos de encuentro, en otras palabras: “jalar la carreta del mismo lado”. En nuestra sociedad, sin embargo, el imperativo de oponerse irreflexivamente al contrincante político ha triunfado sobre una espíritu democrático que permite evaluar y reflexionar sobre la evidencia, antes de llegar a una conclusión.
De esta manera, todo es reducible a su componente más básico. El resultado es nuestra incapacidad de adaptarnos a una situación en permanente transformación. Este ímpetu por simplificar y reducir la realidad externa a sus componentes más básicos representa – desde el inicio del tiempo – una mecanización. Es decir, antes de construir el primer aparato mecánico, el ser humano ya era mecánico. Solo ahora, que nos sentimos mecanizados por un sistema absorbente, frío y metalizado, podemos observar aquello que siempre fue así. Es decir, la tecnología, lejos de esclavizarnos, nos permite hoy desarrollar la conciencia que permita dejar atrás las cadenas de nuestra ancestral mecanización.
De igual manera, la polarización de nuestra sociedad tal vez siempre estuvo ahí, y solo hoy que es tan evidente y tan palpable, nos obliga a enfrentarla y a resolverla. Tal vez van a creer que la solución radica en romper con nuestra cosmovisión intrínsicamente polarizadora. Pues no. La bomba atómica es una de las “máquinas” más destructivas y moralmente objetables, sin embargo, la misma posibilidad de una mutua destrucción ha hecho que ambas partes consigan – al margen de su conciencia, metodología e intenciones – la paz.
El Presidente ha tratado de utilizar la metodología constructiva del diálogo, y por lo menos ha manifestado su intención de servir al país de una manera desprendida de ideologías o intereses sectoriales. Ahora al sacar un Decreto Supremo convocando al Referéndum vinculante sobre autonomías departamentales a la Asamblea Constituyente a incurrido tal vez en un acto inconstitucional. Pero en lugar de apreciar su intención de solucionar este impasse regional, enaltecer los mecanismos democráticos para en el Congreso darle legalidad y cuerpo a este Decreto y trabajar ahora para lograr una salida coherente y viable, debido a nuestra óptica daltónica muchos se contentan por su victoria pírrica de haber reducido al Presidente a la calidad de enemigo. Este liderazgo parece ignorar que esta gravemente precaria situación tan solo se profundizará si deslegitimamos el mandato de Carlos Mesa. Pero ojo, que al igual que la posibilidad de destrucción total hace imposible una guerra nuclear, tal vez solo la posibilidad de auto-destrucción nacional haga posible el entender que para salir de este atolladero y lograr la paz, debemos apelar al bien común, y no - como nuestros “líderes” - a nuestro más primitivo instinto.
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