Dicen que patrimonio que se hereda no se hurta. Lo que aun está por definirse, sin embargo, es exactamente qué clase de patrimonio somos capaces de heredar a una generación que hace rato manifiesta signos de desesperación. Como todo padre preocupado, nuestros líderes se desesperan por dejar un legado, erigir un andamio que permita construir una estructura sólida y efectiva para quienes habrán de reemplazarlos en la tarea de forjar nuestra nación. Pero en lugar de pragmáticamente crear condiciones, lo que nuestros líderes consiguen es simbólicamente extender a nuestros hijos la marraqueta, la hoja de coca, y una humilde morada como dote, un alegórico presente del futuro que a parecer les depara.
Sin menospreciar la noble causa descolonizadora, y por el contrario informarla, me brindo a presentar una breve etimología de la palabra “patrimonio”. Se asocia ésta con la palabra “patricio”, ya que solo los nobles podían darse el lujo de acumular riquezas. Su origen, sin embargo, data del año 1340 cuando dicho vocablo era utilizado para referirse a la propiedad de la iglesia y el legado espiritual de Cristo. En el año 1377 la palabra empezó a ser utilizada para denotar la sucesión aristócrata, y luego en 1581 adquirió el sentido de “cosas inmateriales transferidas desde el pasado”. Hoy representa una herencia, propiedad o legado que pasa de un padre o ancestro a su descendiente.
Lo interesante de las diferentes acepciones de la palabra “patrimonio” es que tiene momentos metafísicos, en los cuales la herencia puede ser algo intangible, un valor o conducta, y no necesariamente la connotación económica que actualmente predomina. De lo material, el péndulo hoy resbala hacia su opuesto, resultando nuestro patrimonio ser una mera abstracción, y lo que heredamos es solo una idiosincrasia que en el plano político a veces raya en lo lúdico, y que recibe inspiración del dios Baco en el plano social.
Al evaluar las tendencias del acontecer político en los últimos años, y sobre todo la reciente legitimación del bloqueo y violentas medidas de presión, es evidente que nuestro “patrimonio” político y cultural es distinto y original. Somos de las muy pocas sociedades que han exitosamente enaltecido a la sociedad civil sobre las instituciones del Estado, y que ha logrado desburocratizar sus reivindicaciones llevándolas a la calle. De esta manera, el legado de nuestra nueva herramienta de poder parece enorgullecer a ambos lados del espectro político. En la “media luna” recientemente vimos un paro cívico que hinchó a medio país de satisfacción, ya que representó para esa mitad un llamado de advertencia a respetar sus reclamos. Ahora la otra mitad invoca la legitimidad de dicha estrategia, amenazando con sitiar toda una ciudad, nada mas ni nada menos que durante la máxima expresión de su capacidad de atraer inversión y crear mercados: la Expocruz.
Tal vez sea arar en el viento reflexionar una y otra vez sobre el imperativo de cierta racionalidad en nuestra conducta política. No obstante, hay que reconocer que dicha racionalidad ha sufrido cierta transformación. Años atrás la lógica era sencilla: robar del Estado para asegurar el futuro individual. Por sencillo no dejaba ese razonamiento de ser pernicioso y criminal. Hoy la racionalidad es mucho más compleja, y vemos que la inspiración es justa y noble los incentivos. Ello no garantiza que el resultado sea mejor. En retrospectiva, temo que la “oligarquía” heredó demasiada arrogancia de su pasado colonial. Mirando ahora hacia el futuro, temo que el actual vacío político y el romanticismo del espíritu revanchista son nefastos igual. El “matrimonio” de ambas racionalidades hace que el “patrimonio” de nuestra actual cultura política no alcance para resolver nuestros problemas, y por el contrario los profundice. Concluyo, por ende, que al igual que muchos de los grandes avances en la historia de la humanidad surgieron del horror de la guerra, parece que nuestro “patrimonio” surgirá de la atrocidad que estamos creando, y no así de nuestra heredada incapacidad.
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