Si existe alguna esperanza para el ser humano, existe en la ley. La ley encarna la experiencia acumulada durante siglos, y es el mecanismo que “obliga” a todos a comportarse racionalmente y dentro de los parámetros que dicta el bien común. En este sentido, la ley es siempre perfectible, y se va adaptando a nuevas circunstancias y situaciones inimaginables hace apenas una generación.
En el plano privado, en contraste, lo que rige la conducta son principio de moral y de ética. Cuando existen conflictos entre dos individuos – en teoría – la sociedad aplica mecanismos de censura para promover y mantener códigos de conducta que se consideran justos y propios de las buenas costumbres. En la práctica, sin embargo, lo que se aplica es la regla de “lo que me conviene”. Difícilmente hemos de ser testigos de una instancia en la cual un individuo aplica rigurosamente un principio ético o moral, si ello implica contradecir sus intereses o exponer a quien es “su amigo”.
Regresando al plano público, existe una realidad que mezcla de manera perniciosa lo ético, lo legal y lo personal. Es cuando una comunidad, cansada de que los delincuentes obren impunemente, se convierte en una masa enardecida que decide tomar la justicia en sus propias manos y linchar a quien perpetró un crimen. Aquí se manifiesta la frustración e impotencia de quienes no ven otra salida que hacer de esta persona una escarmiento para la sociedad. En otras palabras, como faltan recursos públicos para aplicar la ley, la comunidad se convierte en criminal.
La ley, aquella esperanza de la humanidad, se convierte entonces en un mito, en una farsa inventada para crear la ilusión de un mejor mañana. Y cuando a eso se reduce la esperanza de quienes no tienen acceso a la justicia, ni participan en el proceso de perfeccionar la ley, yo lo puedo entender. Lo que me cuesta es ver como tal cinismo se manifiesta en quienes pretenden gobernarnos, y cuya responsabilidad es precisamente velar por el proceso de perfeccionar el marco legal que nos ampara.
Digamos que se incendia un hotel, y mueren a causa decenas de inocentes víctimas. El hotel recién había pasado una inspección, y los inspectores no detectaron en su momento ninguna violación a la norma. Una investigación es entonces necesaria para determinar si el inspector hizo mal el trabajo, si el jefe de bomberos no entrenó apropiadamente al inspector, o si la norma debe ser revisada y mejorada. En otras palabras, hacer justicia es en parte encontrar un culpable - si es que existe - pero también es mejorar el marco legal para que dicha tragedia no vuelva a suceder.
¿Qué es lo que sucede con nuestros políticos? Lo que sucede es que nuestros políticos, al igual que una vecina chismosa, ven la culpa siempre en “la que no es su amiga”, y en lugar de proponer como mejorar nuestro marco legal, hacen malabares con los hechos para culpar de transgresor a su enemigo. Y eso está bien. Es parte del complejo y contradictorio propósito de hacer proselitismo. El problema es que gastan toda oportunidad en enlodar al contrincante político, y no en permitirnos entrever como pretenden perfeccionar la ley. Entonces tenemos como candidatos una mezcla aun más perniciosa que la que encontramos en comunidades que requieren hacer justicia, y en lugar de una nueva y mejor clase política, tenemos simples justicieros políticos que luego - al igual que lo hicieron en el Congreso anterior - habrán de rehuir a su deber de perfeccionar nuestro marco legal. Espero que la experiencia nos permita esta vez elegir mejor.
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