Publicado en La Prensa, febrero 22, 2006
Un principio, vale la pena aclarar, es una política o modo de accionar inmutable, una verdad básica cuyo valor radica en que debe ser aplicada en todo caso y de manera imparcial. Aquí es donde seguramente ya se han perdido muchos de los que empezaron a leer esta nota, porque si algo carece nuestra sociedad es el concepto de “imparcialidad”. Al margen de condición social, inclinación ideológica o genero, en nuestro cotidiano accionar actuamos bajo la premisa que “todo es personal”, y por ende el concepto de imparcialidad no forma parte de nuestro vocabulario. El problema con reducir todo a “quién” lo dice o lo hace, y omitir casi por completo “qué” dice o hace, es que – en el sentido más elemental – creamos un vacío ético y atentamos contra el espíritu de la seguridad jurídica. La seguridad jurídica, ciudadanos, no es una ley muerta que yace en algún rincón de la Corte Suprema de Justicia, sino una ley viva, que se manifiesta hasta en las reglas de tráfico, y que parte de un principio básico del derecho individual a la integridad física, a un debido proceso, la presunción de inocencia, y a la libertad, no porque suena bonito, sino porque permite creer –tener fe - en el sistema. Cuando no hay confianza, la capacidad de la sociedad de cooperar, de coordinar, aun en lo más básico, o lo que Felipe González llamaría “traer la comida a la mesa”, se desmorona. Entonces nadie cree en nadie, y decir “las ocho en punto”, o “te voy a llamar”, no tiene validez, deja de ser un contrato creíble, y el resultado – ojalá sea aparente - es una sociedad subdesarrollada.
Si el Presidente electo de Chile hubiese sido el derechista y empresario Sebastián Piñeira, la política de acercamiento de nuestro gobierno, creo yo, hubiese sido radicalmente diferente. Si un empresario bananero jamás hubiese enfrentado a Su Excelencia antes de abordar su avión, la primera reacción ante el sentido incidente fronterizo, creo yo, hubiese sido también diferente. En el primer caso el impacto del “todo es personal” es bueno, muy bueno, ya que permite a nuestro país restablecer una conversación diplomática en aras de lograr una salida al mar. En el segundo caso no es tan bueno, y por el contrario, el resultado pudo haber sido pernicioso. Ante el escrutinio de la prensa y de la opinión pública, se ha reivindicado el derecho de presunción de inocencia de toda una industria, y esperemos también el derecho a trabajar de cientos de individuos. Pareciera, entonces, que el pueblo boliviano está vigilante para que esta “nueva manera de hacer política”, este guiada por principios básicos, y que está dispuesto a censurar a quienes actúen intempestiva e impulsivamente.
Aparece estos días una publicidad que llama a “respetar los derechos de las minorías”. Lo he visto una sola vez, y no tengo la menor idea quién lo financia, ni pienso sentarme frente al televisor para averiguarlo. No es mi intención convertir tal aparentemente inocuo principio en un tema “personal”, pero la honestidad intelectual me obliga a señalar que dicho principio se origina en la piedra angular de la Constitución Norteamericana, los Papeles Federalistas, específicamente en el Papel No. 10, en el que Madison advierte sobre el peligro de la “tiranía de la mayoría”. Evidentemente la mayoría no tienen derecho a violar los derechos inalienables de una minoría, simplemente porque es minoría. Bueno, ciudadanos, aparece en nuestra cosmología social una nueva minoría, y son los empresarios privados. El país, como dice el anuncio televisivo, será más pobre sin el aporte de las minorías. La pregunta es, ¿vamos a tratar a esta minoría con principios, o se va a volver esto un tema personal? Todos esperamos que este primer incidente sirva de lección para que la tolerancia, la diversidad y la inclusión sea un discurso sincero, basado en principios, y no sea la demagogia de antaño que tanto mal ha hecho, y que ha dejado un vacío ético monumental.
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