jueves, 8 de febrero de 2007

El Devenir de la Hostilidad

Escrito en Diciembre de 1989

El instinto consumista que practicamos los “beatos” de la nueva religión apaga la espontaneidad de nuestra buena voluntad y, la resaca de la navidad nos deja el amargo sabor a dólar. Mientras tanto, los sacerdotes de nuestra era, con blancos hábitos, negro corbatín, y gruesos espejuelos, diseñan los principios tecnológicos que permitirán el continuo crecimiento industrial: la panacea de la condición humana. Y así, la tradición judeo-cristiana se diluye sutilmente al compás de golpes en el pecho, ante el pragmatismo que demanda la supervivencia humana en la sociedad moderna. La codicia y el egoísmo se convierten en los principios más altos del orden social y del crecimiento económico; una necesidad para el funcionamiento del mercado: el eje filosófico del sistema de valores occidentales. Por ende: cuestionar el progreso material del hombre en los términos que ha determinado la obstinada búsqueda de máxima utilidad es una herejía; pero yo también soy un hereje.

Esto no significa que la creación de abundancia material no sea un imperativo para la evolución de la condición humana. Pero el fenómeno que se da es la inversión de valores. Mientras la felicidad humana era el añorado fin, y el crecimiento económico el medo necesario, hoy se da a la inversa: el crecimiento económico es el fin y máximo objetivo. Se cree que el bienestar espiritual ha de derivarse por inercia de aquel. Se consigue de esta manera la muerte de la ideología, de la filosofía, y la victoria es del pragmatismo detrás de la ley de la oferta y la demanda.

Sin embargo, la experiencia de las sociedades occidentales - y especialmente de los Estados Unidos - nos permite observar, en términos humanos, el precio de esta filosofía materialista. Se da el fenómeno de la objetivización de las relaciones personales. Se da una individualidad depurada que permite una máxima movilidad física de recursos humanos, pero que a su vez determina un desprendimiento de las dinámicas emocionales del ser humano. Las dinámicas del mercado, a su vez, establecen el concepto de utilidad como única referencia y principio que rigen al comportamiento humano. Esto crea una insensibilidad social que, por ejemplo, busca solucionar el problema de la discriminación racial y de género al margen del concepto de justicia. Más bien se define la reversión de esa discriminación en términos de las ineficiencias que dichas injusticias crean en el mercado.

Nuestra sociedad no se encuentra impermeable a este devenir histórico y a la consecuente “evolución” de valores. El desarrollo de medios de comunicación sumamente sofisticados, pone en nuestra sociedad “en vivo y en directo” los acontecimientos del mundo occidental. En nuestro país, tanto la actual generación gobernante como la juventud, buscan ávidamente señales del norte que den luz al arduo camino que nuestra patria hoy emprende. Nuestra dependencia exaspera este fenómeno y crea una hiper-sensibilidad a todo principio que resulte de la experiencia occidental. Especialmente si la conducta ha demostrado ser rentable. El éxito demostrado de la política neoliberal, conjuntamente con la caída del bloque del Este, glorifica la tradición capitalista y el sistema de valores que ésta ha determinado. Lejos de cuestionar las deficiencias de ese sistema y la crisis espiritual que aquel ha suscitado, nos encontramos enceguecidos por su magnanimidad y benevolencia material.

Hemos así concebido la visualización de la supuesta cúspide de la organización humana. El problema de la existencia huma se ha reducido a formulas de crecimientos económico, y todo cuestionamiento ideológico es tildado como demagógico, o simplemente idealista; nunca como espiritual o filosófico. Sin embargo, cometemos un error en nuestra ciega convicción, ya que afanadamente seguimos a un sistema que esta destinado a una profunda reestructuración en su lógica interna.

El argumento es simple: las dinámicas del sistema capitalista demandan un crecimiento indefinido, superior al ritmo de su crecimiento poblacional. Para mantenerse en equilibrio, el sistema se ve obligado a promover una demanda artificial, a su vez creada por un adoctrinamiento consumista. El imperativo de crecimiento indefinido dentro del contexto finito de nuestro planeta, el cual posee una capacidad limitada e renovación física, crea un conflicto entre los intereses del sistema financiero y la misma supervivencia de nuestra especie. El problema del medio ambiente, ya evidente, conjuntamente a la imposibilidad de los Estados Unidos de lograr la añorada hegemonía mundial ante la inevitable división de hegemonías mundiales con el Japón, la Comunidad Europea, la Unión Soviética y China, han de diluir la influencia del sistema de valores soberbiamente impuesto sobre el planeta por este país, ante una realidad política, ecológica, y cultural mucho más compleja que la que vivimos hoy.

Paralelamente se vuelve evidente el proceso por el cual dentro de la sociedad occidental, el espíritu del individuo se encuentra cada vez más acongojado. Este proceso sucede debido a las contradicciones ya mencionadas entre los valores humanos que demanda el sistema de competencia perfecta, y la tradición judeo-cristiana, la cual inútilmente intenta sanear la superficialidad existencial de nuestra era. Esta tradición se basa en una ideología que promueve una empatía entre los seres humanos, la cual es incompatible con las dinámicas de supervivencia en el mercado. Es así que la evolución del espíritu humano y de los valores que optimizan las relaciones entre los hombres y mujeres, debe ceder paso al pragmatismo materialista de la utilidad; un pragmatismo cuyo único dios y principio es el dólar.

Sin embargo, el espíritu del ser humano ha de sentir la necesidad de revelarse contra un orden que determina, utilizando falsas banderas de libertad y democracia, que las decisiones sobre la utilización de recursos naturales, por ejemplo, sean tomadas por las máximas expresiones del capital y la codicia (una manifestación de la democracia del dólar). Las dinámicas de poder determinan que las decisiones que afectan el propio aire que respiramos sean tomadas por los grandes conglomerados económicos, en función de conceptos de lucro, y no sobre la base de una racionalidad que garantice la supervivencia del ser humano. Es así como hoy, ante esta realidad histórica, no somos capaces de concebir siquiera que en los Estados Unidos se repita el fenómenos de la década de los 60, que fue una época de gran cuestionamiento moral, con su consecuente eclosión en un conflicto social. Cohibidos por las dimensiones de los estamentos de poder y de orden político, económico y cultural, no concebimos un cuestionamiento al orden de valores, que de lugar a una revolución espiritual que reclame los principios de armonía de justicia para la humanidad.

No obstante el individuo empieza a sentirse engañado por lo que puede calificarse como el fenómeno de la moralidad tipo “Miami Vice”. Es decir, la intencionalidad conductista de la sociedad de regir el comportamiento humano bajo principios que contradicen los más altos valores que la sociedad moderna inculca; el poder y el dinero. La mencionada serie televisiva, por ejemplo, intenta mostrar que el tráfico de cocaína es un crimen, y sin embargo muestra a narcotraficantes rodeados de bellas mujeres, fabulosos autos, y lujosas mansiones. Es decir, la realización de lo que comprende el sueño norteamericano. A su vez, el ciudadano empieza a mostrar desilusión hacia un sistema democrático en el cual las dinámicas de poder y de decisiones, se basan cada vez más en el poder económico del individuo o conglomerado industrial. Se comienza a observar con nitidez a la corrupción del sistema político, en el cual grandes potentados tienen la capacidad de comprar a jueces y senadores. Esta desilusión del pueblo norteamericano esta ilustrada por la apatía política popular, ya que solo un 40% de la población, emitió su voto en las pasadas elecciones presidenciales.

El conformismo cultural y político de nuestra era, el nihilismo de las nuevas generaciones, emite señales equívocas que no nos permiten concebir la revolución espiritual que nos depara el siglo próximo. Creemos que tanto las dinámicas ideológicas del juego político como la realidad cultural actual, son invariables. Sin embargo, la revolución espiritual y cultural del próximo siglo ha de nacer al margen del conflicto ideológico que hoy rige el clima político mundial. Los cambios que se han de dar a nivel global estarán determinados por factores ecológicos, es decir, por la necesidad de reestructurar la organización social que nuestra supervivencia física ha de demandar. Para hacer uso de una metáfora bíblica: el hombre aún come del fruto del saber. Aún estamos empecinados con un desarrollo tecnológico, el cual a la vez que permite el funcionamiento del complejo industrial mundial ( al margen del campo ideológico al que pertenece), lleva a la humanidad al abismo ecológico. El hombre, con su capacidad inventiva y creadora, ha creado a su vez los instrumentos que permiten su extinción. En otras palabras aún no hemos sido expulsados del paraíso terrenal, pero estamos a punto de serlo.

Ante este proceso histórico inevitable, cometemos el error de asimilar, sin cuestionamiento, lo que percibimos de la experiencia occidental; pese a que no tenemos acceso a todo lo que significa su complejo proceso evolutivo. Al no percibir toda la complejidad del proceso evolutivo de nuestro planeta, deslumbrados por el fenómeno histórico de la era de “Reagan”, dejamos de considerar el precio que nuestra inercia intelectual, conducida por valores históricamente caducos, impone sobre nuestra propia tradición cultural. Es ante esta ofuscación histórica que nuestros políticos se dan el lujo de polarizar a nuestra población en una tendencia que peyorativamente clasifican de “populista”, y otra “modernista”, términos que sutilmente reflejan una realidad y una injusticia que data desde la colonia.

Lo que sucede en Bolivia es que aún podemos darnos el lujo de prorrogar esta dicotomía étnica y social, aún podemos postergar la búsqueda de una identidad nacional auténtica que asimile a todos los bolivianos. Nadie cuestiona la eminente necesidad de nuestro pueblo de lograr una rápida industrialización. Sin embargo incluso para establecer un capitalismo funcional, es imperativo integrar a la población no sólo en el proceso económico, sino también en el proceso político y cultural. La sociedad occidental tiene muchos aspectos rescatables, uno de ellos es la paulatina superación del racismo y la discriminación, aún cuando se logre esta conciencia en términos de eficiencia. Nuestro reto, por lo tanto es mirar más allá del presente contexto histórico. Debemos evaluar, compenetrados en nuestra propia realidad, el precio, en términos humanos, del proceso neoliberal. Sólo de esta manera podemos asimilar lo positivo de la experiencia occidental y evitar a la vez la profundización de nuestro problema social. De otra manera corremos el riesgo de exasperar el potencial de conflicto social que por naturaleza posee nuestra sociedad. El mundo, en ambos campos ideológicos, se encuentra en un proceso de cuestionamientos de los principios y valores que rigen a sus sociedades. El planeta se encuentra en un proceso de transformación, de cambio de actitudes, y en Bolivia también debemos cambiar las actitudes sociales que hemos heredado de la colonia. De otra manera, al pretender abrir el surco que permite del crecimiento económico – sin superar las contradicciones políticas y culturales internas - hemos de empedrar también el camino a la hostilidad.

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