Queda comprobando que ni siquiera la libertad es un valor que puede imponerse por la fuerza, algo que le tomó cinco años a George Bush entender. Al igual que nuestro propio presidente, peca Bush de un idealismo irresponsable – una estrategia fallida para ambos – y vemos cómo su ánimo de obligar valores en el Medio Oriente es un proyecto mal concebido, cuyas consecuencias hoy el mundo entero debe sufrir. Y es que el mundo ya no es el mismo que permitía imponer verdades mediante el ejercicio de la simple fuerza bruta. En esta nueva era de tecnología de la información, de una conciencia expandida e interdependencia, corremos el riesgo de sabotear el sistema y rendirlo ante el caos, a menos que entendamos que los procesos y metodologías utilizadas son iguales - o más importantes - que el mismísimo objetivo.
El ideal de la libertad y la democracia alimentaron la voluntad norteamericana durante la Guerra Fría, y la caída del muro de Berlín, la implosión del imperio soviético y del Pacto de Varsovia, llevó a su gobierno ha suponer que iguales resultados podrían ser logrados en Irak, si tan solo se perseveraba en la intención de hacer a su pueblo entender que ahora – sin la dictadura de Saddam – podrían crear las instituciones y el sistema político bajo el cual forjar la anhelada paz y prosperidad. Todo lo contrario ha resultado de la aplicación de una lógica lineal, que supone que los individuos regulan su conducta bajo matrices de utilidad racionales, o por lo menos según es definida dicha racionalidad por quienes pretenden aplicar un orden-a-su-medida.
En Bolivia es demasiado evidente la necesidad de enmendar el sistema, y de transformarlo de manera que sea más justo, inclusivo y equitativo. Son demasiadas las injusticias cometidas, y la arrogancia de la clase que gobernó el país durante toda su historia moderna parece no apaciguarse incluso ante la imperdible evidencia que el momento del cambio ha llegado, por fin. Pero es precisamente esta verdad, esta evidencia, este imperativo histórico el que resulta ser nuestro peor enemigo. Pocas cosas son tan peligrosas como un mandato divino, una causa mesiánica, un destino manifiesto que debe cumplirse incluso al precio de quemar las naves y obligarse así a conquistar súbditos en tierras ajenas, como dice el mito lo hizo en su momento Hernán Cortes.
En este año que termina fuimos testigos de la irracionalidad en una lógica de “consecuencias inevitables”. El gobierno entendía su mandato como consecuencia de fuerzas históricas irreversibles, y por ende perdió la voluntad de negociar con sus adversarios, debido que estos ya perdieron, irrefutablemente. Pero ni la imbatible maquinaria de guerra norteamericana logró doblegar en Irak la insensatez sectorial de un pueblo perdido entre los demonios que han forjado a golpe de fundamentalismos étnico-religiosos, ni las masas arengadas para que arremetan violentamente contra la resistencia civil logró doblegar la voluntad social que se respeten las reglas de juego que fueron aquí convenidas. Las dos lógicas y realidades pueden ser muy diferentes, pero la imposición es imposición igual.
Navegamos – por un lado - en la abstracción de lo que puede suceder si un partido se confiere a sí mismo poderes divinos para plasmar su ideología en la nueva constitución. Por el otro, hay temor en el poder implícito de veto que representa el que una minoría pueda oponerse al cambio. Ambas partes tienen razones válidas para temer el poder del otro. Ahora la concertación parece vencer el ánimo de confrontación, y parece que se van a respetar los debidos procesos, y que el gobierno no se dejará cegar por sus objetivos, por muy justos que sean. El bastón de mando siempre otorgó poderes especiales para ignorar la complejidad en múltiples realidades. La sociedad ahora espera que los cambios incluyan una transformación de esa mentalidad. El preacuerdo sobre los dos tercios ofrece esperanza que por fin saldremos del impasse político, y que Bolivia podrá aprovechar un contexto inmejorable para consolidar su estabilidad política y avanzar su anhelada prosperidad.
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