martes, 23 de septiembre de 2014

Bien Vivo

Un buen barómetro de la evolución social es el trato a los animales. Mientras más primitiva una cultura, mayor el grado de crueldad ejercido cotidianamente sobre indefensas criaturas. Rasgarse las vestiduras, sin embargo, no cambia nada. La evolución es lenta. Es por ello que recién el año 2114 se estudiará en el Congreso Nacional la creación de una Unidad de Protección de Animales, dotada de un buen presupuesto y autoridad legal para enjuiciar casos de abuso y descuido negligente de mascotas.

Leyes que protejan a los animales no se aplican. Leyes que hagan responsables a dueños de mascotas que infligen daños a terceros también quedaron en la anécdota. Más allá de gran indignación ocasionado por Rosalia, una niña destrozada por unos rottweilers, el marco legal y aplicación de la norma sigue casi igual. Vivimos en un limbo de rabia intermitente, piojos viajeros y un coro de ladridos que acurrucan la Plaza Murillo.

Nos parecerá hasta ridículo que el ADN (código genético) de un sabueso deba estar registrado en una base de datos, que permita identificar el propietario del cachorro que dejó en la calle un fétido recuerdo vaporoso. En otras latitudes, en cambio, si un perro se sienta y el dueño no levanta, un agente recogerá y analizarán las heces, encontrarán al dueño, y éste recibirá una multa por ensuciar la vía pública. En sociedades capitalistas, el Estado regula la tenencia y trato de animales domésticos (a la vez que permite torturar gallinas enjauladas y vacas en el matadero).

De vuelta al rancho, en la ciudad de La Paz, allá donde los límites de la urbe se tropiezan con huertas y granjas, hay quienes lucran a costa de los vacios legales en los que habitan nuestros animales. Cuenta la anécdota que un granjero que cría chanchos tiene un corral cerca a un camino cuyo tráfico se ha multiplicado en los últimos años. Cuando pasa a pie un individuo de perfil urbano, el granjero amenaza con matar a un perro, que junto a los cerdos retoza impávidamente dentro el corral.

Al perro se lo acusa de haberse comido un chancho. No falta un amante de los animales que se apiada del perro y paga su rescate (según la leyenda, de hasta Bs. 2.000). Lo que el insospechado humanista no sabe es que el perro es propiedad del granjero, quien lo utiliza de carnada para extorsionar a filántropos con ingresos disponibles.

Moraleja: mientras criticamos el neoliberalismo ajeno, en Bolivia hay libre mercado no solo para ropa usada, autos chutos, coca inmasticable, mercados informales y partes robadas. El neoliberalismo boliviano también aplica a esa otra propiedad privada, con la que podemos hacer lo que nos venga en gana, libres de toda regulación: nuestros animales. Aquí matar un perro es casi un derecho a la libre  expresión.

Hablando de vacios legales, en el mundo de las finanzas se debate hasta qué punto la regulación bancaria evita que codiciosos especuladores pongan en jaque al sistema una vez más vendiendo bonos chatarra, y hasta qué punto las regulaciones sofocan la recuperación económica global. El tema es uno de equilibrio, o efecto “la sopa de Ricitos de Oro”: ni tan caliente que queme la lengua, ni tan fría que pierda su sabor.

La conducta del granjero, en todo caso, tiene algo en común con la del banquero: obedece a incentivos/desincentivos. El granjero (al igual que el banquero) es bien vivo: identifica una oportunidad de hacer dinero. Si su amenaza de matar a su propio perro no encuentra obstáculo alguno en normas legales o una Unidad de Protección de Animales, entonces le mete no más.


Los valores son importantes, pero no son la única herramienta para transformar la conducta. El individuo actúa de manera racional, por lo que también obedece a castigos por parte del Estado e incentivos por parte del mercado. Pero en vez de buscar equilibrios entre estatismo y economía de mercado, es más popular rasgarse las vestiduras. Con razón que en vez de crear complementos, preferimos seguir no más viviendo bien felices con este y con el otro animal.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Secuela de Escuela Patriarcal

Todos odian y reproducen a la vez el patriarcado. Suponen que su génesis es la Revolución Industrial, cuando la sociedad se liberaba del yugo de reyes. El patriarcado, sin embargo, data de mucho tiempo atrás. Solamente en la maquinita productora de demagogia populista (que algunos confunden con cerebro), es concebible promulgar que el patriarcado es producto del capitalismo.

La diosa de la fertilidad, de fases lunares y buenas semillas, fue reemplazada por el dios de la guerra. De vivir en pequeñas comunidades agrarias, las tribus entraron en una vorágine de acumulación territorial. La comprensión de ciclos y don de dar a luz femenina, fue opacada por la capacidad masculina de quitarla. Las sociedades de la antigüedad eran equilibrios inestables, en las que la disciplina, obediencia y verticalidad era cuestión de supervivencia. Las crisis políticas eran el pan de cada día: no había lugar para la intriga o traición.

Sin grabadoras para desprestigiar al oponente político (ni medios para socializarla), las jerarquías en la antigüedad se mantenían al precio de sangre. Con el tiempo, el caudillo (patriarca) se hizo más sofisticado. En vez de cabezas sobre una estaca, perfeccionó los mecanismos de control social. De esa manera, de ser una institución diseñada para imponer orden en la familia (y control de la sexualidad femenina), el patriarcado evolucionó a una institución que impone orden social. El padre se convirtió en Estado.

El patriarcado es una forma adicional de imponer orden social. Hoy resulta difícil diferenciar entre las relaciones sociales sexo–políticas (que marcan jerarquía de género), de relaciones de poder (que marcan jerarquía, pura y simple). El Estado (patriarca) se adscribe el monopolio al uso de la violencia, es quien cobra impuestos y quita nuestra libertad por transgresiones a la ley.

El miedo a la traición de eras pasadas se ha convertido en el miedo al engaño ciudadano. Naciones verticales, tierra de caudillos, intentan disuadir la evasión del deber mediante una maraña de leyes. La burocracia debe controlar la conducta y limitar la capacidad del ciudadano de alterar el orden político. Juicios eternos y leyes antiterroristas, vigilancia a las transacciones financieras, secuestro de tuiciones del Poder Judicial para controlar contratos privados; todas son maneras de ejercer la paranoia patriarcal, cortando tan solo figurativamente cabezas.

La diferencia entre una sociedad de patriarcas, vertical y proto-fascista, y una sociedad democrática, de iguales y horizontal, es la cantidad de normas, leyes y represión necesaria para que el ciudadano actúe idóneamente. Cuando el Estado no confía en sus ciudadanos, debe sofocar la iniciativa personal, controlar las transacciones, escudriñar sus conductas. Cuando los principios básicos permiten el marco de valores esenciales, el individuo puede actuar con mayor grado de libertad en su afán de contribuir al bien común.

En Estados proto-fascistas, el gobernante usa una maraña de normas constitucionales para imponer su concepto de justicia, aquello que merece castigo y valores que todos debemos enarbolar. En un Estado liberal, la Constitución establece principios básicos y el individuo debe obedecer el espíritu de la ley (no el discrecional antojo del patriarca).

En ambos casos, el Estado debe imponer castigos a quienes violan la ley. En el primer modelo el marido se permite bailar bolero con la esposa del amigo, pero luego le recrimina a la esposa por bailar sola frente al espejo. En el segundo modelo, ambos son libres de expresarse al son de la música: lo que importa es el compromiso entre ellos de no lastimar ni portarse mal.

Cualquiera sea el modelo político, los principios, normas y valores se vuelven con frecuencia una excusa para ejercer dominio sobre los demás. Lo único predecible es la doble moral de hijos e hijas del patriarca; secuela de ser parte de una misma escuela. Pero en cuanto a un Estado machista se refiere, temo que el modelo estatista es más machista que la democracia liberal.


martes, 2 de septiembre de 2014

Inversión de Roles

El rey de la hamburguesa es Jorge Paulo Lemann, un brasileño, co-fundador de 3G, el holding dueño de Burguer King. La sede de esta cadena de restaurantes abandona EE.UU y se muda al Canadá. El éxodo que emprenden empresas norteamericanas de su propia patria, supuestamente suelo über-capitalista, es la nueva forma de evadir impuestos; una estrategia que el Presidente Obama ha llamado “anti-patriótica” (“vendepatria” en nuestro argot).

En EE.UU., el código fiscal obliga a Burguer King pagar impuestos sobre ingresos por ganancias obtenidas en Bolivia. Por ende, los 18.000 restaurantes en 100 naciones – con sede ahora en Canadá – tendrían que pagar más impuestos si su sede todavía fuese Florida, en vez de Ontario. La actual regulación fiscal conduce a muchas empresas norteamericanas a buscar refugio en el extranjero. 

El rol de vecino cuasi-socialista, con un régimen fiscal poco atractivo, solía ser para Canadá. Los papeles se han invertido y ahora EE.UU. es el vecino que desincentiva la creación de empleos. En los últimos 3 años, 22 empresas norteamericanas se han mudado al exterior. Otra reversión de roles es la que intenta realizar el nuevo primer ministro de India, Narendra Modi quien, como gobernador del estado de Gujarat durante 12 años, logró instituir un clima de negocios atractivo para la inversión privada.

La economía India sufre de una estanflación, producto de altos niveles de burocracia, corrupción e incompetencia, lo cual llevó a las empresas privadas a reducir sus inversiones a la mitad. La infraestructura en India está décadas detrás de la China; casi 90% de la economía es informal y su sector industrial de manufactura tan solo aporta el 11% del empleo. Las finanzas del Gobierno indio sufren del hecho que solamente el 3% pagan impuestos. El reto es grande y Modi ha decretado el rumbo: “India necesita menos gobierno y más gobernanza”.

El renacimiento indio de Modi requiere sanear las finanzas públicas e incentivar el intercambio comercial con sus vecinos, incluyendo su enemigo histórico, Paquistán. Los japoneses y coreanos tienen su vista puesta en India, donde prefieren invertir, en lugar de China. En vez de incrementar impuestos y desincentivar la inversión, India pretende (al igual que Canadá) expandir la base de empresas e individuos que contribuyan con sus tributos al desarrollo nacional.

Mientras los indios y canadienses invierten su rol cuasi-socialista, en Bolivia el sector industrial, empresarial y energético empieza a sentir las consecuencias de la ausencia de inversión privada. Los actuales paliativos tan solo retrasarán las inevitables reformas, que llegarán solo cuando el agua llegue al cuello. Al comunismo europeo, después de todo, le tomó más de 50 años entender las limitaciones del estatismo. Pero en lugar de alentar una reforma a las políticas de subsidio a los hidrocarburos, la oposición se deleita con acosar al Gobierno por su gradual “sinceramiento” de la economía.

A un par de meses de elecciones nacionales, el debate en Bolivia se enfoca en el “machismo”, un mal compartido a lo largo y ancho de clases, etnias, políticos y hombres con y sin poder. Entretenidos todos los políticos  con desprestigiar al oponente, el sutil acoso a pequeños empresarios, actualmente asfixiados con leyes y regulaciones, pasa desapercibido. Ignoramos el hecho que, en cuanto a clima de negocios, Bolivia ocupa en el mundo el puesto 162 (apenas dos por encima de Afganistán).


La alevosa doble moral no resuelve un problema estructural: una alarmante incidencia de violencia contra la mujer. Y si debatir sobre el machismo y sus fatales vicisitudes es fundamental, tampoco debemos olvidar el acoso a bolivianas, que sufren de la maraña burocrática; empresarias que quieren vivir de su trabajo honesto, pero que deben ceder al sector informal su rol como motor del empleo. El Estado tal vez quiere asumir el rol de la empresa más grande. Pero es al sector informal a quien se le permite - libre de impuestos y regulación - ejercer a su antojo el papel de nuestro mayor patrón.