Toda actividad social requiere cierta comunicación e interacción, y para ello poseemos una de las armas más poderosas: el lenguaje. Después de cientos de miles de años de evolución, el ser humano ha perfeccionado su herramienta más preciada; la capacidad de conceptualizar el mundo mediante sonidos y correspondientes representaciones escritas. Diferentes símbolos nos permite desarrollar complejas fórmulas que conducen a avances científicos, y también nos permite elevar mediante la música una oración al cielo, o acceder a los sentimientos y pensamientos que proyectan nuestros semejantes sobre hojas de papel.
En este sentido, existe una barrera a la hora de crear igualdad de condiciones para todos los ciudadanos, particularmente a la hora de entender y ejercer nuestros derechos. Dicha barrera es el analfabetismo, debido a que quienes no pueden leer y escribir están limitados en cuanto al ejercicio de sus libertades y desarrollo de sus potencialidades. La educación es un derecho inalienable, y todo ciudadano debería tener acceso a ella, para así contar con las herramientas que le permitan competir en igualdad de condiciones con los demás.
Esta igualdad también se ve afectada cuando el individuo es discriminado debido a su etnia, orientación sexual, o religión. Afortunadamente vivimos el principio del final de la discriminación en Bolivia, y hemos elegido un gobierno que ha colocado muy alto en su agenda el noble propósito de eliminarla. Lamentablemente, el propósito parece deambular en abstracciones ideológicas, en lugar de aterrizar en medidas que logren en la práctica igualdad de oportunidad. Lo preocupante es que la visión de justicia que tiene la actual administración parece incluso contravenir el florecer y desarrollo de nuestro recurso más valioso.
Para empezar, el Vicepresidente García Linera ha condenado a todo joven estudiante a no ser igual de eficiente que un japonés o francés, porque – según él - Bolivia está determinada históricamente a seguir un camino “pastoral” en su desarrollo. Olvídense de fábricas e industrias contaminantes. Aparentemente hemos sido bendecidos por los dioses, y nuestro desarrollo será autárquico y artesanal, sin la eficacia, ambición ni incentivos con los que se indoctrina en los sistemas educativos que sustentan el “modelo industrial”. Y aunque la síntesis que propone García Lineras entre las prácticas y conocimientos “indígenas agrícolas” e “indígenas urbanas”, mestizas, modernistas e industriales, me suena a una lista esotérica de buenas lucubraciones, en lo que estoy completamente de acuerdo es en la necesidad de descolonizar la historia, elevar la autoestima del pueblo, y empezar a hablar de héroes indígenas, como lo fueron Juan Lero y Feliciano Mamani.
Representa, sin embargo, un mal uso de recursos, el establecer como condición para todo funcionario público occidental el que hable aymará. Indudablemente, toda dependencia del Estado debe tener funcionarios que hablen aymará, para garantizar que todo ciudadano reciba el mismo trato y atención, al margen de su idioma materno. Es decir, para ofrecer a todos el mismo servicio, basta tener una, dos o tres ventanillas atendidas por aymará parlantes. Pero invertir cientos de miles de horas para que todos aprendan este idioma, en lugar de satisfacer eficientemente la condición de “no discriminar”, es simplemente un mal uso del tiempo de los funcionarios públicos, e irónicamente, una nueva manera de discriminar.
El lenguaje de la eficiencia maneja conceptos, como ser, reducir costos de transacción, optimizar el uso de recursos y eliminar redundancias. Pero como García Lineras profetiza que nunca seremos una sociedad moderna ni competitiva, parece que no necesitamos hablar éste idioma. Queda la esperanza que esté siendo metafórico, y que sus alegorías no sean compartidas por quienes diseñan nuestra política económica. Pero si nuestro sistema educativo discrimina al lenguaje económico, en nombre de la superioridad del lenguaje de la reivindicación, puede que sean sus quimeras románticas y su anti-racionalismo roussoniano, las que forjen nuestro futuro, y Bolivia navegará, si, pero en aguas del fundamentalismo.
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