Hubo un tiempo en que Uri Gueller gozaba de fama mundial por tener poderes supernaturales. Cientos de inocentes televidentes podían atestiguar haber visto con sus propios ojos a sus relojes empezar a funcionar una vez eran sacados de su escondite y colocados frente al televisor. Lo que confundían, sin embargo, era “causalidad” por “correlación”. Si se colocan cien mil relojes oxidados frente a aparatos cualquiera, esté ahí o no esté Uri Gueller, estadísticamente es prácticamente imposible que por lo menos uno de los cien mil relojes no empiece a funcionar.
De igual manera, si el semáforo cambia a verde y el trafico avanza en el instante en que yo toco bocina, es correlación y no causalidad. Al margen de dicha confusión, se ha gestado un lenguaje propio en las calles del país. Un par de pitazos breves quiere decir “¿Lo puedo llevar?”. Un pitazo corto es señal de, “Aun queda espacio atrás”. Un bocinazo largo y tendido es expresión de, “!Como te atreves a pararte en medio de la calle! ¿Acaso no sabes que solo yo tengo ese derecho?”
Y quien soy yo para privar a la gente de su lenguaje y de su ilusión. El problema es que, con el tiempo, la gente se insensibiliza ante los códigos sociales que hemos creado con tanta imaginación. Pero lo preocupante es que a veces adaptamos nuestra conducta únicamente cuando es demasiado obvio que no ganamos nada con ella. Durante siglos existieron prestidigitadores, hoy solo aparecen en cumpleaños de niños (David Copperfiled es ilusionista). Y solo encontraremos mansalva de bocinazos en sociedades en las que la gente, a falta de educación y normas, sigue comunicándose utilizando sus más bajos instintos (por ejemplo Nueva York). Pero con el paso del tiempo se acumula la experiencia y al final se aprende. La evolución, en otras palabras, es implacable. Yo estoy dispuesto a apostar que en un siglo, estudiantes de sociología leerán sobre nuestro agudo y estridente lenguaje callejero, y se quedarán perplejos ante nuestras evidentes limitaciones.
Entonces pasemos a otra diferencia que se pierde entre el ruido, y es la diferencia entre “expresar” y “comunicar”. Para muchos, subirse a un automóvil y pelearse con todos y con todo, es una manera de expresarse. Les debe tener muy sin cuidado si comunican algo o no. Lo importante es sacarse el estrés de encima, y para ello todos los que están delante son el lienzo de su pintura, el mármol para cincelar su frustración.
Hoy nuestro país está lleno de líderes que expresan mucho, y no comunican nada. De políticos que asumen que existe causalidad entre el malestar general – producto de una situación desastrosa – y el “modelo”. Empecemos por el final. Es cierto que hay una correlación entre una economía violentada por corrupción, asediada por ineficiencia, y prostituida por prebendas y un malestar generalizado. Entonces, quienes se “expresan” tan libremente (más acertado sería “manifiestan”, preferiblemente en carreteras interdepartamentales), quieren hacernos creer que esto es una causalidad que hay entre el “modelo” y la situación.
Estos líderes y “políticos” no dicen en qué consiste este “modelo”, ni tampoco dicen cómo debe ser reemplazado, simplemente se expresan en contra de el. Y cómo el país esta harto de tanta miseria y la gente está dispuesta a protestar su situación, creen que su liderazgo y demagogia es la que motiva dicha movilización. La gente está cansada, si, pero de no tener qué comer. Pero si le preguntamos a la gente si se debería abolir la propiedad privada, si el Estado debería limitar el derecho que tiene cada ciudadano a expresarse libremente, si el Estado debería asumir un papel protagónico en la economía, y si la lucha de clases es la única manera de lograr una reivindicación histórica ante tanta corrupción, estoy seguro que la mayoría de los bolivianos diría ¡No!
El “modelo” no se lo entiende muy bien, y nadie se da la molestia de definirlo o explicarlo. No hay líderes con la honestidad intelectual de por lo menos brindar las bases de dicho “modelo”, o siquiera explicar que existen tantas miles de posibles manifestaciones de este, y no solo la que conocemos. Pero como todos los líderes sienten la necesidad pragmática de unirse al movimiento “anti-neoliberal”, nadie se atreve a decir qué realmente es una democracia liberal, y si cree o no que representa el mejor camino para desarrollar la economía boliviana y lograr esa añorada y necesaria justicia social.
Aquí aparecen entonces otras diferencias, y son entre “oponerse” y “proponer”, entre “destruir” y “construir”, entre “retórica populista” y un proyecto de desarrollo responsable y con visión de país. Al igual que la nomenclatura de la calle se osifica en nuestras mentes por flojera, ignorancia o costumbre, la retórica demagógica pareciera decirnos algo, y a su vez pareciera que no queremos descubrir que no dice nada. Espero que no tengan que pasar 100 años antes que el pueblo boliviano sé de cuenta que sus lideres no están preocupados con proponer, que lo único que hacen es oponerse, y que lo que tienen es una agenda personal y no así un proyecto nacional.
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