Como parte de una república federal constitucional, los estados que conforman los EE.UU. gozan de poderes concurrentes y de un gobierno independiente, que incluye legislaturas y cortes supremas propias. En caso de un conflicto entre leyes estatales y nacionales, tienen la primacía las leyes del gobierno nacional. Debido a su dogmático aferramiento a la desregularización y libre movimiento de bienes y servicios, olvidamos que en el “país de la libertad”, el gobierno central se impuso con mano férrea sobre los estados del sur, al costo de una guerra civil con más de medio millón de muertos. Muy atrás ha quedado la gestión de Abraham Lincoln y su épica voluntad de erradicar a la fuerza la esclavitud de la Unión norteamericana. En una casi lúdica voltereta del destino, le corresponde ahora al primer Presidente afroamericano ayudar a repeler legalmente una ley promulgada soberanamente por el estado de Arizona, debido a que contraviene preceptos constitucionales de la nación que prohíbe imponer normas racistas, por mucho que sean las grandes mayorías las que libremente deciden imponer su voluntad.
El narcotráfico de México a EE.UU. está en su máximo apogeo. Pero la mayoría de los que cruzan esa frontera es gente muy trabajadora y de bien. No obstante, bajo el excelente argumento que los millones de latinos ilegales subvencionan a la economía norteamericana con su mano de obra barata, efecto multiplicador de sus esfuerzos empresariales y pago de impuestos, se pretende que EE.UU. se vea obligado a aceptar la permanente violación de sus leyes migratorias y fronteras, una situación que México y Bolivia jamás aceptarían. Pero ese no es el punto. El punto es que, en nombre de defender la ley, una nación que se digne de mínima moral no puede vulnerar derechos civiles básicos, especialmente si dicha violación se basa en la condición étnica del individuo.
Una de las resoluciones de la ley de Arizona SB1070 era que cualquier ciudadano detenido bajo la “sospecha” de estar involucrado en una acción ilegal - que pudiese ser algo tan silvestre como pasarse una luz roja - podía ser obligado a demostrar si reside legalmente en EE.UU. En una brillante elocución, el Presidente Obama puso las cosas en perspectiva. La preocupación de Obama es que un ciudadano norteamericano de origen latino, cuya familia habita los hirvientes suelos de Arizona desde antes que los norteamericanos los usurpen de México, se vea sometido al acoso policial simplemente por el color de su piel.
En un histórico dictamen, la juez federal Susan Bolton suspendió partes de la ley SB1070 que pretendían legalizar el acoso racial, declarando algunos de sus elementos anti-constitucionales. No obstante, una porción de la ley ha sido sostenida: si una persona es formalmente acusada de un crimen y arrestada, es legal pedirle sus documentos migratorios, no pudiendo ser liberada hasta que compruebe su estatus migratorio. A su vez, Bolton dejó en pie la cláusula que convierte en delito de menor cuantía el dar albergue y transporte a los indocumentados. Los paralelos con la situación y delicada relación entre Gobierno central y departamental en Bolivia quedan para ser pintados con el color que cada quien le imprime a la realidad, según su propio prejuicio.
Nuestra constitución, lejos de ser daltónica, mira a través del color particular del ciudadano, un matiz que confiere derechos especiales en función a su identidad cultural. Al igual que en Arizona, la persecución por dar “albergue” a terroristas ilegales aquí también ha sido furiosamente desatada. Por último, ser acusado formalmente de un crimen aquí no es solamente justificativo para pedirle al imputado su pasaporte, sino para destituirlo de un cargo democráticamente electo, como se intenta hacer en Potosí. Interesante observar como armonizar normas nacionales y regionales es un reto tanto para la plaza Murillo, como para Washington. Las sensibilidades de ambos consensos, sin embargo, son muy diferentes, aun cuando en la superficie la imposición del gobierno nacional pareciera ser igual.
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