Un gremio debe capacitar a sus iniciados para que ejerzan su oficio con el mayor grado de precisión. Son “profesionales” porque evitan lastimar a quienes, con su arte, intentan brindar un beneficio. Un cirujano inserta el bisturí en la cavidad precisa porque conoce el cuerpo humano. Un ingeniero evita que colapse el puente, porque calcula con precisión su distribución de cargas. Si un abogado no entiende la ley, su ignorancia puede ocasionar una injusticia. Por último, nuestra Constitución especifica que un soldado profesional evita lastimar al pueblo manteniéndose imparcial en asuntos políticos que -por definición- representan intereses sectoriales.
En 1933, el gobierno de Hitler hundió al Bundestag en llamas para justificar la militarización de su nación. El 11 de septiembre de 2001, una excusa parecida fue utilizada por neoconservadores poseídos por la misión divina de desatar una Guerra Santa para salvarnos del fundamentalismo terrorista. Exiliado por Banzer y García Meza, sufrí en carne propia los azares de una doctrina militar interpretada caprichosamente para proteger ideologías sectoriales e intereses de grupitos de poder. Deportado a Chile, también fui testigo de cómo Pinochet intentó justificar su misión militar bajo el argumento de “mantener la paz y el orden”. La imposición a través del poder militar de una versión fundamentalista propia es – en estos casos -un infame factor común.
Al igual que en el gremio de cirujanos, ingenieros y abogados; militares que operan correctamente hacen mucho bien a la nación. Pero un ejercicio impreciso de su arte puede traer dolor, injusticia y luto. Mayor entonces la necesidad que la doctrina militar especifique con precisión sus funciones, competencias y áreas donde puede ejercer su poder idóneamente. En una democracia, por ejemplo, el ejército no puede patrullar las calles, debido que esa es competencia exclusiva de la policía. Únicamente bajo circunstancias tipificadas por la ley, como ser un desastre natural o invasión extranjera, pueden militares incursionar entre civiles, para subsanar una emergencia.
Cuando se le pidió defender la revolución popular de 1971 entregando fusiles a los movimientos sociales, el Presidente Juan José Torres contestó: “Fusil en manos de un civil es para matar soldados”. El monopolio de la violencia en manos del Estado no es un capricho “fascista”; es un consenso universal que estipula que el uso de armas de guerra no puede ser competencia de grupos sectoriales. Las FF.AA. y Policía Nacional brindan formación profesional, para que sus iniciados utilicen de manera imparcial y mesurada la prerrogativa de usar violencia, bajo normas estrictas que protegen la vida y las leyes de la nación. Ahora movimientos sociales son adoctrinados en el arte de disparar para matar. ¿A quién?
¿Dónde se inscribe una para formar parte de estas fuerzas “civiles”? ¿Puede cualquier ciudadano “trabajar junto” al ejército; o es este un ejercicio reservado para aliados del MAS? Cholitas haciendo abdominales, disparando fusiles de alto calibre, no preocupan mucho. El problema sería que, bajo la sombra de un enemigo abstracto con el que se aterroriza al pueblo, otras fuerzas irregulares - fuera de control o de origen extranjero - se sientan justificadas para imitar en suelo boliviano tan inocente milicia. Ojalá que el proyecto no pase de un geriátrico “servicio militar”; y que un verde-dólar de viscoso- negro-origen no seduzca a ningún diestro del gremio ignorar doctrinas y la propia Constitución, ejerciendo así con precisión la más antigua de todas las profesiones.
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