Incrédulo, perplejo, casi estupefacto, un dirigente de Caranavi se lamentaba: “Pensábamos que el poder absoluto era para ayudar a los movimientos sociales”. En vez de solo lamentarnos, pongamos las cosas en perspectiva: En el siglo XI la Iglesia Católica tenía el poder absoluto. ¿Qué supone usted fue la consecuencia de conferir al Representante de Dios potestades semejantes? Para muestra ancestral de “reserva moral de la humanidad”, podemos revisar la historia del Papa Benedicto IX. Si ni siquiera el mandato de encarnar al Creador y plasmar la gracia de Cristo pudo evitar su brutal arrogancia, ¿qué cree usted harían con un poder absoluto meros mortales cuyo mandato es destruir, entre otros, al capitalismo?
Hablar de la naturaleza humana ante fieles devotos de la ingeniería social es cometer un sacrilegio. Mejor hablo de la mía. Si la integridad física, material o moral de los míos dependiese de los caprichos de un poder absoluto, mis rodillas vivirían ensangrentadas. Mi disposición de someterme ante un implacable déspota está en buena compañía: la complicidad del pueblo alemán en el asesinato sistemático de millones de ancianos, mujeres y niños. De haber sido ciudadano alemán bajo el Gobierno de Hitler, seguramente hubiese sido cómplice del Holocausto. No tengo vocación de héroe, ni mártir.
Si acaso mi admitida mediocridad moral es la excepción entre ustedes, muchos más nobles mortales, mayor entonces mi fe en la naturaleza humana. En algo hay que creer. Para los alarmaditos, o fácilmente perturbados, permítanme ser claro: no se pretende aquí comparar a la Iglesia Católica con el Gobierno nazi; mucho menos a éste último con un Gobierno que dice despreciar toda dictadura, enarbola en teoría los derechos humanos y aun no me propina una pateadura por escribir estupideces. Lo que se intenta hacer es rescatar una verdad ancestral que reza: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Nietzsche se lamentaba también, “Humano, tan humano”.
Mis comentarios parecerían los de un nihilista despojado de esperanza alguna en el ser humano y su corrupta sociedad. No es así. Como dije arriba, admiro la naturaleza humana; con todo y sus fragilidades, narcisismos y apetitos incontrolables. El ser humano ha creado instituciones que hoy permiten organizar civilizadamente a individuos que sostienen una variedad de valores e ideas contrastantes. Gradualmente superamos un pasado salvaje, de guerras cotidianas, esclavitud y sometimiento; en evidente manifestación de una consciencia superior e ímpetu de cooperación que permea toda la naturaleza. Si acaso existe un factor común en la Creación, es el potencial-hecho-realidad del trabajo en equipo. Tan solo en nuestro cuerpo existen unas 10,000 diferentes formas de vida que conviven en armonía.
En el cuerpo humano, ninguna de las varias formas de vida pretende controlar y someter a las demás. Una de las virtudes de la democracia es la división del poder; en pesos y contrapesos que permiten ponerle freno a un poder absoluto que tiende a corromper al individuo. Pero bajo la excusa de “grandes mayorías”, esa virtud ha sido devaluada por quienes pretenden forjar una Bolivia a su antojo y semejanza. Celebro su confundido idealismo. El apetito del control total, sin embargo, nos trepa fácilmente a la cabeza, logrando a veces que lo único que seamos capaces de ver sea en todas partes una conspiración. Nuestra piel es trémula, proclive a la arrogancia. El hecho que somos todos semejantes debería poner en perspectiva los peligros de conferir a meros mortales todo nuestro poder.
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