Porosas y desguarnecidas, las fronteras bolivianas ofrecen tránsito seguro para toda índole de mercancías, que salen e ingresan con un alto grado de libertad. Sin la necesidad de un tratado de libre comercio, se interna la última generación de electrónicos, brindando a ávidos consumidores fascinación audio-visual. La informalidad del comercio tal vez sea una subvención para el bolsillo de algunos sectores sociales; pero el de facto “arancel-cero” es también un desfalco hormiga de las arcas del Tesoro General. La evasión de impuestos en Bolivia es tan común que nos cuesta creer que en otras latitudes tal desliz es castigado con años de cárcel.
Consistente con el propósito de defender los intereses del Estado por encima de la economía individual, el Gobierno se propone utilizar su dilapidado capital político en imponer leyes draconianas que corten de raíz la cabeza al contrabando. El principio es sano: aportar al bien común pagando impuestos debe ser un deber cívico por encima casi de todos los demás. En la práctica, la burocracia suele interponerse a las mejores intenciones. Como reza el dicho, el demonio se esconde detrás de los detalles. Un desordenado agente aduanal que extravía su sueldo una noche de copas podría perder la compostura, agregando costos de transacción; entorpeciendo actividades comerciales.
En nombre de eliminar los peces gordos del contrabando, que obtienen un beneficio anual calculado en más de 1,500 millones de dólares, se puede acabar lastimando a los pequeños comerciantes que obtienen un magro margen por su delictiva complicidad. Se repite de esta manera una común desavenencia entre la mejor voluntad y consecuencias no intencionadas. El querer fomentar mayor justicia social destruyendo las fortunas de unos cuantos poderosos puede desarticular partes de la economía. Y si bien es cierto que las fortunas personales deben ser bien habidas, esa premisa no garantiza que las medidas que un Gobierno puede tomar hacia ese objetivo no acaben lastimando al pueblo al que se pretende beneficiar.
Otra asimetría no intencionada es entre la confiscación de camiones que traen contrabando y comerciantes que se dan el lujo de quemar su propia avioneta, una vez ésta ha cumplido su envío a otros mercados. Es decir, productos que entren al país serán sujetos al máximo rigor de la ley; mientras que nuestro más preciado bien de exportación (por encima de garrafas de gas subvencionado) seguirá bajo un régimen de relativa impunidad. Las arcas del Tesoro General serán beneficiadas por impuestos ocasionados por bienes que entran; y del efecto multiplicador de una producción que sale al exterior.
Gobernar bien implica tener la capacidad de satisfacer las necesidades esenciales de la población. Si el precio que albañiles, agricultores y obreros satisfagan las necesidades básicas de su familia es que asalariados de cuello blanco paguen más por su televisión plana, entonces el Gobierno habrá obrado correctamente. Las asimetrías forman parte del equilibrio necesario y - en la práctica - no se puede satisfacer a todos por igual. Pero por buena la voluntad, no será tan fácil acabar de la noche a la mañana con una economía informal que se ha enquistado en los bolsillos de muchísimas familias, incluyendo la de algunos aduaneros.
A los ingresos adicionales por concepto de aranceles ahora se suman 500 millones de dólares del Banco Mundial y un nuevo mega-pozo de gas, una inyección de capital que podría crear un efecto multiplicador adicional, impulsando la economía del Estado. De ser así, eliminar la subvención actual a bienes de lujo ilícitamente importados, únicamente afectará la economía de unos cuantos sectores vividores. De esta manera, avanzaremos en la promesa de una Bolivia que “vive bien…”; libre de banales consumismos y designios del intercambio comercial, subvencionando únicamente bienes esenciales y fieles al espíritu de la confiscación. Y si acaso participamos del mercado, que sea en calidad de un país netamente exportador.
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