A diferencia de dignos bolivianos a punto de jubilarse, estos viejos forasteros prestan un servicio estrepitoso. Con corazones metalizados y sus ojos de cristal, se adornan con whipalas y postales de la Virgen de Copacabana. En su frente lucen sellos del Estado Plurinacional, pero bajo sus cofres ocultan banderas extranjeras. Aunque ponen en peligro nuestra integridad, no es posible “vivir bien” sin ellos. Nos quejándonos de su higiene; pero somos cómplices silenciosos del veneno con el que contaminan nuestras vidas. Quisiéramos expulsar aquellos que entraron de forma ilegal. A los que se legalizaron, quisiéramos poder pronto jubilarlos. A pesar de nuestro desprecio, no podemos vivir sin estos foráneos esqueletos de acero que hacen el decrepito parque vehicular.
Nada ilusiona al actual proyecto político más que lograr que Bolivia sea autosuficiente. El intercambio comercial y correspondientes tratados de libre comercio son vistos por el Gobierno como un mal necesario. “No queremos competitividad”, declara nuestro Presidente, “queremos complementariedad”. El sector transporte, sin embargo, presenta otra gran paradoja: nos hace víctimas una vez más del capitalismo. ¿Por qué? Porque aunque la competitividad de la industria automotriz los hace cada vez más baratos, incentivos perniciosos de mercado obliga al consumidor a cambiar de vehículo cada cierto tiempo.
Las empresas automotrices prefieren no subvencionar la existencia de coches del siglo XX. ¿Por qué? En parte porque quieren vender nuevos modelos; en parte porque las innovaciones necesitan de repuestos también. Por ende, se producen y almacenan cada vez menos repuestos para vehículos del siglo pasado. Según la ignorada ley de la oferta-demanda, si existen cada vez menos repuestos para modelos cada vez más viejos, el precio de repuestos para coches antiguos tendría que subir. Agreguémosle a la fórmula incrementos de sueldo y nivel de vida de obreros extranjeros que producen estos repuestos, aranceles y el costo de traerlos por tierra y - tal vez - logremos entender que el sector transporte enfrenta mayores costos para seguir rodando.
Si el análisis anterior es correcto y el costo de mantener un taxi o minibús ha realmente aumentado en los últimos tres años, entonces dueños del transporte público subvencionan a la economía nacional. Aunque con sofismos y malabarismos estadísticos pretendan convencernos que la inflación es casi inexistente, existe una crisis en el sector transporte debido a ella. Una posible solución al alza en precios es eximir a transportistas de aranceles y facturas. No me refiero a permitir que los autos chutos sigan entrando impunemente a Uncía. Me refiero a una política de Estado aplicada bajo normas vigentes. Otra opción es traer asesores cubanos que improvisen repuestos al estilo “Mac Gyver”. Después de todo, en la Habana siguen circulando coches fabricados en 1950.
Para que el transporte sea realmente “público”, en vez de seguir metiéndole la mano al bolsillo a los dueños de viejas carcachas, otra opción es crear un moderno sistema de transporte masivo. Con un transporte masivo los choferes perderían sus empleos. Para reinsertarlos a la economía, la economía tendría que crecer, lo cual implica políticas de inversión privada, exportación y tratados de libre comercio. Como esas políticas no son prioridad, entonces la opción favorita del Gobierno tal vez sea decretar un Bonoluna; para subvencionar a las corroídas cajitas de metal, que conducen nuestra economía personal sobre carcomidas rueditas del pasado.
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