El recurso más valioso de la sociedad es el cerebro de un recién nacido. El cuidado que recibe el vulnerable retoño define que tan valioso será su aporte a la nación. Su capacidad de aprender, lidiar con el estrés y relacionarse con su entorno, depende del tipo de cuidado que recibe su delicado cerebro cuando aún era un niño. Durante los primeros años de vida se desarrolla la capacidad de aprender, amar, cuidar y cooperar con los demás. Cada vez menos padres pueden invertir todo su tiempo dentro del hogar, por lo que el cuidado de nuestros hijos es delegado a terceras personas.
Poco a poco la sociedad desarrolla el conocimiento que mejor contribuye a la formar la siguiente generación. Más allá de colocarles música de Mozart mientras hacen la siesta, se mejora el proceso de formación de sus maleables cerebros. Para cumplir con nuestro objetivo, se requiere de un mayor nivel de educación. Quienes cuidan de los chiquilines deben ser profesionales con mínimas habilidades. Si bien la dimensión psicológica del desarrollo del cerebro humano es primordial, no deja de ser importante la administración de recursos que se invierten en la educación, tanto del educador como del educado. Sin recursos suficientes, es más difícil adquirir, mejorar e implementar eficazmente el conocimiento. Los recursos disponibles son muy limitados, por lo que hay que aprender también a administrarlos bien.
Utilizar la palabra “administrar” en el contexto del desarrollo del cerebro activará alarmas “neoliberales” en mentes perturbadas por abismos confeccionados por un método binario. No me refiero a lucrar con sus cerebros, sino a educarlo. Con el objetivo de educar, los profesionales a quienes delegamos el desarrollo del bebé deben saber cómo administrar su entorno, alimentación y primeras experiencias sensoriales con el mundo externo. Si de palabras antipáticas se trata, los pioneros de la revolución cognitiva de nuestros críos necesitan un título que refleje mejor su verdadero nivel de responsabilidad que “niñera”.
En un futuro lejano, posiblemente las “niñeras” (además de mejor nombre) serán muy bien remuneradas; en parte por reivindicaciones sociales que incrementarán los niveles salariales del sector de servicios; en parte debido a los niveles de estudio que serán requeridos para ejercer su labor. Otra posibilidad es que un futuro cercano desaparezcan por completo, para ser reemplazadas por un sistema nacional de “jardín” de infantes. Cualquiera sea la visión del futuro, en el presente existe una ineludible realidad: vivimos en una sociedad que cree que porque la mano de obra es barata, se pueden dar el lujo de delegar la responsabilidad de jugar con el cerebro de sus hijos a quienes trabajan bajo una estructura de incentivos que los capacita para cuidar jardines; no niños.
En Bolivia la niñera promedio no tiene título de bachiller. Producto de una sociedad racista y un sistema de educación discriminatorio, quienes prestan servicios deben contribuir al desarrollo nacional con competencias de apenas sexto grado. Su remuneración refleja la pobreza de nuestra sociedad. Las limitaciones más indignantes son las que le impone a la niñera su jefe superior: la madre del neonato. Con una arrogancia digna de tirano, hay madres que pisotean la autoestima de su asistente mediante una rutina de regaños y órdenes mal explicadas. En lugar de ver a una niñera como una educadora que administra el proceso mediante el cual su bebé ingresar al mundo, los gerentes del hogar tratan a sus administradores como si fuesen peones que labran el campo. Incluso en hogares que otorgan mayor dignidad a quienes prestan tan valioso servicio, detrás de las gentilezas queda en claro que aquellos responsables de ayudar cuidar y desarrollar el recurso más valioso de la sociedad pertenecen a una clase inferior.
Utilizar las palabras “clase inferior” para describir el trato que en Bolivia recibe el sector de servicios activará alarmas “socialistas” en mentes perturbadas por abismos confeccionados por su estúpido racismo. No me refiero a igualar todo ciudadano por decreto, sino a crear condiciones para todos juntos evolucionar. Con el objetivo de evolucionar una sociedad, todos sus miembros deben aportar a perfeccionar los procesos mediante los cuales se administran nuestros valiosos recursos naturales. Una “niñera” que carece de educación, ante el vacio de leyes que protejan sus derechos básicos y carencia de un mínimo de autoestima, no puede aportar mucho al desarrollo de un bebé. Mucho menor será su contribución si se siente relegada a la condición de ciudadana de segunda clase.
Toda niñera debería aspirar algún día llegar a ser una mujer profesional. Una sociedad digna de llamarse sociedad ofrece igualdad de oportunidades, premia la educación y remunera según el nivel aporte y esfuerzo; y no según la clase social o etnia a la cual se nace. El trato, derechos y respeto que le damos a la niñera sufren de grandes deficiencias. Su trabajo es mediocre, un hecho reflejado en el cerebro de los políticos que han criado, y que ahora administran a patadas los recursos de la nación. Pero si las clases “inferiores” fueron tratadas con soltura y arrogancia, ¿qué otra cosa podemos esperar?
Palmira es una niñera diferente a las demás niñeras. En lugar de recibir regaños cuando las cosas salen mal, Palmira participa en el proceso de definir mejores métodos para administrar a los niños. A Palmira se le permite opinar y mejorar los procesos de control, retroalimentación y disciplina que son implementados para optimizar el desarrollo de dos bellas y precoces niñas. Palmira es considerada dentro su trabajo como una profesional que ejerce una valiosa función. En lugar de recibir órdenes, Palmira recibe instrucciones. En lugar de reducirla a un ente pasivo que debe limitarse a escuchar, Palmira sugiere maneras de mejor lograr los objetivos de la empresa: formar ciudadanas consideradas y respetuosas de los demás. Palmira pertenece a una nueva generación de administradores en el sector de servicios con un horizonte hasta hace poco desconocido: progresar.
Palmira tiene ambiciones de superación, experiencia necesaria y suficiente carisma como para algún día representar a su distrito en el Congreso. Pero si en lugar del entorno laboral en el cual Palmira se ha desarrollado, un hogar donde fue ayudada a ayudar a desarrollar, Palmira hubiese sido niñera en un hogar de pedantes padres que tratan al “servicio” con clasista desprecio y aires de superioridad, el día que Palmira sea elegida diputada nacional seguramente actuaría con idéntica estupidez y arrogancia. Luego, con el pasar del tiempo y ante la falta de una ONG europea que le proporcione a Palmira una cómoda vagoneta para que se movilice (y ayude a movilizar), Palmira tendrá que comprarse su propio automóvil. Pero si durante su vida de peatón tuvo que escabullirse entre las calles, evadiendo bocinazos y arremetidas de conductores que sin consideración alguna arrojaron sus pesadas carrocerías para cortarle el paso, cuando Palmira conduzca su propio automóvil pensará que esa es la manera como se debe conducir la nave del Estado. En Bolivia se ha institucionalizado “democráticamente” el menosprecio de la opinión e integridad del otro. Si Palmira fue atropellada, ¿qué otra podríamos ahora esperar?
Algo se está perdiendo en la traducción. En teoría, el lenguaje y temperamento de la lucha de clases debía ceder el paso a una mejor manera de administrar “todos” nuestros recursos. En la práctica no entendemos aun bien el objetivo. La justicia social es gran parte del objetivo, porque se traduce en desarrollo y bienestar social. Para avanzar la justicia social se requieren varias condiciones. La más importante es educación, que se traduce en productividad, que se traduce en ingresos, que se traduce en crecimiento. Pero educación sin oportunidades de empleo es almacenar inmensos tanques gasolina, con unos cuantos y decrépitos motores en manos del Estado, que ni siquiera trabajan a su mínima capacidad. Bolivia no ha de avanzar mucho sin una clase empresarial que ponga a trabajar a todos esos futuros cerebros educados, ¡pero tremendo incendio el que vamos a poder armar!
Justicia social es parte de una ecuación que evita brotes de fuego. La igualdad por decreto crea una población de borrachos conformistas. Una sociedad sin igualdad siembra una tormenta de conflictos. Palmira con educación, pero sin derechos o autoestima, jamás hubiese logrado entender que la administración (sea del cerebro del niño o de los recursos de la nación), requiere de procesos en los cuales todos participamos en definir las mejores maneras. La pobre administración del Estado hoy es resultado del trato del pueblo ayer. Si el Ejecutivo actúa con desprecio del Congreso es porque los actuales administradores aprendieron los métodos despóticos de señoritos que se sentían dueños de Bolivia; que impusieron su voluntad sin derecho a réplica o contribución alguna de los que fueron considerados mano de obra barata. Entonces, ¿qué MAS podemos esperar?
En Bolivia se perdió el memorándum anunciando que el desarrollo es integral, sea del ser humano o de la economía. El memorándum tal vez nunca siquiera llegó. Los nuevos administradores, su carencia de formación académica subvencionada por los votos del gremio, creen que es posible desarrollar únicamente el corazón de un niño, por lo que se dan el lujo de despreciar el oxigeno que llena sus pulmones. Debido que el objetivo de los padres de esta patria ha sido siempre, y sigue siendo, luchar por el poder, la atención que se le presta a perfeccionar procesos que administran nuestros valiosos recursos naturales ahora ha sido relegada a unos cuantos ignorantes. Lo más trágicos es que nuestra obsesiva incapacidad de cooperar con el otro nos ha convertido a todos los bolivianos en mano de obra barata.
La tensión dialéctica entre posturas antagonistas es una condición necesaria para un proceso político saludable y equilibrado. Esto es verdad sobre todo en la economía, donde “lo que funciona” cambia según las condiciones. Pero en lugar de tensión dialéctica, en Bolivia hay una patética tensión. Y si bien la economía, al igual que el cerebro de un niño, pasa necesariamente por diversos ciclos, requiriendo de diferentes estrategias de desarrollo parece que, por rencillas de cocina, en este hogar se pretende encontrar respuestas a puros carajazos. El memorándum que circula entre el sindicato de “amas de casa” y sindicato de “niñeras” es que solo uno de los dos sindicatos tiene que ser dueño de toda la razón.
Lo que se pierde en la analogía del cerebro incipiente es que el niño boliviano no pertenece ni a la ama de casa, ni a la niñera. El subdesarrollado cerebro del niño boliviano, carente de autoestima y educación, es el hijo de todos. En este hogar no se entiende que son mejores procesos los que descubren mejores respuestas a objetivos en común. Por ende, no existe argumento alguno en este hogar capaz de inculcar principios a cerebros programados toda su vida a que hay que imponer la solución de quien tiene el sartén por el mango. En lugar de voluntad de evolucionar el sistema, lo que aquí hay son chismes e intrigas de cocina entre clases sociales de segunda clase. Cuando la mediocridad de método es compartida, ¿qué PODEMOS esperar?
Flavio Machicado Teran
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