Algunas intolerancias son tan legítimas que merecen incluso estar enmarcadas en la ley. Otras son despreciables y merecen desaparecer. Cuando me enteré que mi hija supuestamente había utilizado un adjetivo que expresa prejuicio hacia un grupo, tuve la delicadeza de primero preguntar. Sólo un bruto llega a conclusiones antes de escuchar la versión del otro. Con la naturalidad propia de una adolescente me contestó que ella nunca se había expresado utilizado el adjetivo en cuestión, porque “únicamente ignorantes” hablan de esa manera. Además de llenarme de orgullo que mi hija no se humille a si misma intentando menospreciar al otro, su respuesta es para mí evidencia que nuestra generación pertenece a una especie en vía de extinción: los últimos ejemplares de un pueblo enfermo. Las siguientes generaciones de bolivianos estudiarán en libros de historia la idiosincrasia que actualmente gobierna con la misma curiosidad que la nueva generación de europeos estudia los prejuicios etno-nacionalistas del abuelo. Estamos, nada más ni nada menos, que ante el umbral de la desaparición del virus mental que ha enfermado a su última generación.
En el siglo XXI quedan cada vez menos intolerancias legítimas. La intolerancia hacia el racismo, corrupción y privilegios de una élite enmarcan valores dignos de formar parte de nuestras normas legales. No es sin gran dosis de ironía que quienes ahora se ven obligados a avanzar estos principios “universales” son (en su mayoría) los descendientes de europeos, una nueva minoría que otrora solía beneficiarse precisamente de violar con impunidad estos principios. Es increíble observar cómo se han invertido los papeles en tan solo una generación. El cambio que se ha proclamado parece ser simplemente de actores; nuevos gobernantes que practican costumbres milenarias de imponer el mandato de la nueva elite, igualmente corrupta y racista. Mientras más cambian las cosas, más siguen igual. La transformación es lenta. Roma no fue construida en un solo día y los europeos no abandonaron sus viejas costumbres de la noche a la mañana.
En Bolivia el conspirar contra el gobierno solía también ser una práctica cotidiana que rayaba en ser moralmente aceptable. Los amigos se reunían a tomarse un café y matarse de risa cuando les preguntaban “¿qué están haciendo?” Con idéntica ingenuidad que manifiesta mi hija contestaban, “conspirando”. Y aunque la historia boliviana es testamento de que este tipo de broma es de muy mal gusto, antes nadie se inmutaba u ofendía. Eran otras épocas, tanto más “inocentes” y peligrosas a la vez. Conspirar hoy es un delito penado con cárcel de por vida. No podría estar más de acuerdo en utilizar todo el peso de la ley para evitar que nuestro país sea balcanizado. Si tenemos diferencias políticas, debemos ultimar los recursos para alcanzar mínimos consensos que nos permitan convivir en paz. Es precisamente con ese objetivo en mente que con las palabras a continuación pretendo plantear una conspiración democrática. La confabulación que propongo no está penada por la ley, así que presten atención todos los que quieran utilizar mi maquiavélico plan para avanzar sus objetivos políticos, sean de la oposición u oficialismo. ¡A mí me da exactamente igual!
El pueblo boliviano tiene ocho meses para decidir nuevamente su destino. La gran mayoría ya ha decidido su voto y ningún argumento ha de lograr que cambien de opinión o parecer. ¡Nada! Las encuestas serán las encargadas de determinar exactamente cuántos ciudadanos están férreamente en uno de los dos campos: oficialismo u oposición. Este hecho no debería de sorprender ni ofender a nadie. Sucede exactamente lo mismo en toda sociedad. El grupo de “indecisos” suele ser muy pequeño, usualmente entre el 10 al 30 por ciento de la población. Esta minoría es la que ha de elegir el próximo Presidente de Bolivia, por lo que sugiero a los políticos intentar identificar quiénes son estos indecisos y empezar de una buena vez a dirigir todos sus esfuerzos para conquistarlos. Resulta que mi conspiración es bastante inocua, pero tremendamente efectiva. Ya que estamos entrados en gastos, sigamos “conspirando”.
Según el Instituto Nacional de Estadísticas, la población boliviana entre las edades de 18 a 29 años es de 1,7 millones de habitantes. Digamos que aquellos mayores de 24 años (lo mismo que nuestra generación) ya no tienen remedio, porque son unos idiosincráticos mañudos fielmente arrodillados ante un dogma y sin la menor esperanza de cambiar de opinión. Si ese es el caso, la población entre 18 y 24 años de edad sigue siendo (políticamente hablando) bastante apetitosa, con huestes que llegan a más de un millón de deliciosos cerebros listos para ser conquistados por el mejor argumento. De ese total, exactamente la mitad son mujeres. Me atrevería a opinar que la próxima Presidente de la República será elegida por una minoría de bolivianas, mujeres entre 18 y 24, que son el grupo social realmente discriminado por idiosincrasias machistas y falta de oportunidades, cuya capacidad de razonar imparcialmente (luego de digerir los argumentos) es inmejorable. La conspiración, pueblo boliviano, es que son nuestras hijas las que esta vez pueden ser inducidas a decidir nuestro futuro. De ser el caso, entonces estamos en muy buenas manos. Lo único que ahora necesitamos es prestarles un poco de atención a quienes posiblemente decidirán el futuro de todos.
La anterior conspiración política está basada en la premisa que la juventud no está rígidamente sujeta a responder a las mismas identidades sociales que obligan a las grandes mayorías votar sin reflexión alguna. La premisa es que, al contrario de los prejuicios de generaciones anteriores que – debido a su edad - ya no pueden observar imparcialmente a un candidato, la juventud sí es capaz de hacer a un lado su identidad étnica, social o religiosa, para primero escuchar las plataformas electorales antes de decidir su voto. Lamento informarles que esta premisa es falsa y que esta conspiración ha sido tan solo un ardid. La verdad es que el ser humano es – a toda edad –no solo el producto de los prejuicios de su entorno, sino que responde emocionalmente a los estímulos externos y toma decisiones sobre la base de sus pasiones, en lugar de (como supone la economía) sobre la base de un argumento racional. Por ende, si pensaron que una ingeniosa campaña publicitaria que permita llegar a los nichos de votantes indecisos en grupos demográficos estratégicos con brillantes argumentos racionales será la clave para ganar las próximas elecciones, están siendo engañados. Las mujeres de 18 a 24 años, lamentablemente, serán manipuladas por imágenes que despiertan respuestas viscerales, lo mismo que el resto de la población.
El cerebro humano ha desarrollado una facultad que evolutivamente representa una gran ventaja: la capacidad de tomar atajos. Estamos equipados cognitivamente con procesos que responden emocionalmente ante un estímulo externo. El las pampas africanas nuestros antepasados no podían darse el lujo de reflexionar demasiado sobre las ventajas de intentar convivir con la tribu vecina. La herramienta que evolutivamente ha sido desarrollada y afinada con gran precisión es precisamente aquello que se supone mi hija había superado: el prejuicio. Esa es la mala noticia. La buena noticia es que, en la medida que el ser humano crea un entorno social que reproduce leyes, valores y conductas propicias para la convivencia pacífica, es posible revertir la tendencia primal de tomar el atajo más grande: utilizar insultos, chismes, mercenarios, emboscadas o el poder político para deshacerse del enemigo.
En un documental de la ABC de Australia titulado “Dos Bolivias” una mujer le pregunta a la senadora Leonida Zurita si El Presidente Morales ha de ganar nuevamente las elecciones. La senadora de la República contesta que el “pueblo está consciente que debe volver a ganar. Pero el enemigo no quiere...”. Una senadora de la República no debería humillarse, ni empañar su investidura, utilizando ese tipo de lenguaje. La senadora merece el beneficio de la duda. Debemos tener la delicadeza de primero preguntar si realmente considera “enemigos” a aquellos bolivianos que no sostienen sus mismos ideales. No deberíamos llegar a conclusiones antes de escuchar su propia versión.
De lo que si estoy casi seguro es que la nieta de la senadora Zurita, cuando le corresponda el turno de ser protagonista en la pugna política por el poder, entenderá que una República está constituida por una diversidad de ciudadanos, lo cual los hace rivales, pero no enemigos. La nieta de la senadora Zurita será producto de un entorno muy diferente al que ha forjado nuestra actual idiosincrasia. En un futuro todavía lejano, únicamente los ignorantes utilizarán ese tipo de adjetivos. Por ahora seguimos enfermos del poder. Pertenecemos a una generación que abre bien grande sus ojos y afina el oído cuando escucha conspiraciones que supuestamente permitirán ocupar el Palacio Quemado. Lo que sucede es que – en nuestra enfermedad – estamos concentrados en conquistar urnas, en lugar de construir una nación. Nuestros atajos son los atajos de un software del pasado. Para construir mejores intolerancias tendrá que - por lo menos - pasar una generación más.
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