Perder el control es causa conocida del estrés. Pretender controlarlo todo es un típico defecto humano. Cuando se acumula el nerviosismo, el cuerpo tiende a manifestarse; a veces con un ataque de ansiedad, otras con una jaqueca poderosa. Utilizando un lenguaje propio, el cuerpo puede pegar gritos de desesperación. La economía es igual. Cuando el mercado necesita una nivelación de precios, ese ajuste llega; a veces con una inflación galopante, otras mediante un gasolinazo.
Perder el control es la regla, no la excepción. La frontera EE.UU. –México, por ejemplo, es casi imposible de controlar, incluso a un costo muy elevado. La economía es igual. Pretender controlar el poder mediante políticas fiscalmente irresponsables – por ejemplo- tiene a las economías de Grecia, España, Portugal e Irlanda en la lona. Lo que debieron controlar era su gasto social. Controlar el descalabro económico ahora tendrá un precio elevado.
El Gobierno boliviano empieza a entender principios básicos de la economía. Entiende – por ejemplo - que el déficit fiscal pone en peligro su supervivencia y que el libre flujo de mercaderías no se puede controlar. No obstante las lecciones, insiste en prohibir ciertas exportaciones. Esa política de control selectivo en desmedro de la empresa boliviana tiene estancada nuestra productividad y ha mermado el clima de inversión. Al igual que agua que fluye cuesta abajo fuera de control (contrabando) puede arrasar con todo lo que se interpone en su camino, también se puede encausar su energía para producir electricidad (bienes de exportación, que pagan impuestos y crean empleos). Y si bien nuestras exportaciones son por ahora un agua estancada, por lo menos el pueblo recibe una gran lección: “El subsidio no sabe para quien trabaja”. Aprendemos, muy lentamente.
Al igual que la economía, la política tiene sus propias reglas. “Arrolla al oponente, cual río desbordado”, parece ser la favorita. Por ende, en lugar de enarbolar principios básicos, la oposición utiliza una medida drástica, pero necesaria, para relucir su oportunismo político. En vez de abogar que el Gobierno deje de despilfarrar la bonanza económica temporal de los precios internacionales en proselitismo político, y se proponga realmente invertir en proyectos que aporten a las arcas del Estado, la oposición se rasga las vestiduras por una medida que ellos también hubiesen tomado. Por ende, los que hablan de “incentivar la inversión”, “reactivar el sector productivo” y “derecho a tener utilidades” es el Gobierno, quien ahora hace el argumento mejor que la oposición.
Antes la oposición abogaba por “otras formas de pensar”. Ahora quiere “abrogar” la forma cómo ellos mismos supuestamente piensan. Eliminar el subsidio a la gasolina y permitir que su precio fluctúe con el precio internacional del barril es una política fiscalmente responsable: autorregulación a través de la ley de “oferta y demanda”, su añorada “otra forma de pensar”. Le correspondería a la oposición ahora ayudar al Gobierno para que el dinero que aportamos en las gasolineras se invierta en el futuro, y no sea para que el Estado siga dándoselas de Papa Noel. Si la raíz del problema es que en Bolivia no existe un clima de inversión, entonces la oposición debería aportar su parte, para que el Gobierno sea consistente con sus políticas económicas. Debería ayudar a encausar la economía hacia privilegiar la inversión, reactivar la productividad y permitir las exportaciones. Pero las ganas de obtener réditos políticos le resulta más atractivo que defender principios básicos. Pobre la economía boliviana y qué pobre nuestra oposición.
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