El Capitalismo de Estado evoluciona, por lo menos semánticamente: ahora se lo denomina “economía popular”. En teoría, en vez de la maraña burocrática del socialismo de antaño, esta vez se pretende convertir al Estado en facilitador de empresas populares. En vez de colocar los recursos de la nación en manos de transnacionales y oligarquías, la voluntad es avanzar negocios que beneficien al pueblo con bienes producidos en empresas socialistas diseñadas, financiadas e impulsadas desde arriba, pero administradas desde abajo.
En cualquier minibús urbano, más del 64% de los usuarios poseen un teléfono celular. Hace apenas diez años contar con esta herramienta de trabajo, integración y uso eficiente del tiempo, era un lujo. Hoy el celular es un bien ubicuo. La razón de su accesibilidad económica es la dinámica de competencia del mercado, que pone en movimiento fuerzas de innovación, inversión, distribución, mercadeo, investigación y desarrollo tecnológico, que presionan los precios hacia abajo.
Las dinámicas de las empresas populares, alimentadas por innovaciones socialistas, pretenden ser diferentes. Para muestra un botón: un gran invento bolivariano que fue entusiastamente alabado en una reciente alocución del Presidente Hugo Chávez. Es un compuesto químico inventado en Venezuela que podría “triplicar el rendimiento de la pintura comercial” utilizada en embellecer nuestras humildes moradas. Este invento revolucionario ha sido exaltado como un “ejemplo” del espíritu socialista, que contrasta con el mercantilismo capitalista que inunda el mercado de televisores, microondas y teléfonos celulares baratos y de alta calidad. Se supone que un producto que triplique el rendimiento de la pintura, con seguridad tendría éxito comercial.
Paradójicamente, el hecho que una innovación tecnológica mejore la calidad de vida del pueblo a precios razonables no es garantía que el producto tenga éxito en el mercado. Al igual que en una elección “se anota lo que se ve”, en el mercado el éxito “ganado” es gracias a la capacidad productiva y competitividad de la empresa. Un componente importante de esta ecuación es la capacidad de comercializar el producto, que es mucho más que producir bienes eficazmente: también se requieren redes de distribución y comercialización. En otras palabras, para mejorar la calidad de vida del pueblo no solo hay que innovar y producir, también hay que competir y vender en el mercado real; no el imaginario. Sin las dinámicas de comercialización de un invento revolucionario, el pueblo rural, que no goza de la masa crítica urbana, no podrá triplicar el rendimiento de una pintura (que, además, sigue siendo un lujo).
Las empresas populares, al igual que la industrialización del Estado, deben enfrentar paradojas. Las primeras porque deben establecer estrategias de comercialización a la cabeza de ejecutivos; el segundo porque necesita convencer a la población que el consumo inmediato de nuestros recursos financieros debe ser conmensurado con la necesidad de invertir en el bienestar de largo plazo; lo cual implica sacrificar hoy para cosechar frutos mañana. Bajo cualquier malabarismo lingüístico, la “economía popular” debe enfrentar las contradicciones propias de producir, invertir y vender en el contexto del caos de un comité sindical que conglomera miles de opiniones. La opción realista es establecer un orden ejecutivo que decida dónde construir una planta de cítricos, o si debemos seguir sacrificando nuestro consumo inmediato en aras de una Bolivia industrializada que – aparentemente - produce cada vez menos y empieza a tener problemas en vender su versión del socialismo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario