Una nación laica se fundamenta en el principio de separación entre iglesia y Estado; de tal manera que - por ley - una esfera sea independiente de la otra, sin posibilidad de intromisión entre ambas. Por muy buenas las ideas que el representante de la Santa Sede pueda sugerirle al Gobierno de turno, las sugerencias serian muy mal vistas. La iglesia no tiene fuero en asuntos políticos de la nación. La única excepción es cuando la iglesia es invitada a mediar un conflicto social. Pero incluso cuando una crisis requiere de mediación eclesiástica, el papel de facilitador del clero se lleva a cabo bajo el más estricto compromiso de no empañar el diálogo con posiciones doctrinales. Esa mínima cortesía de no-injerencia es también respetada por casi todo mandatario que visita el Vaticano. Por muy buenos que sean, darle consejos a su Santidad es señal inequívoca de incomprensión del más básico protocolo y espíritu diplomático.
Otro juego que también parece no ser el fuerte de nuestro Presidente es el democrático. Evidencia adicional son sus declaraciones en España, donde acusó al Partido Popular de ser cómplice en conspirar contra su régimen. El fuero adecuado para presentar acusaciones tan sensibles son las cortes internacionales; no una conferencia de prensa en el país anfitrión, cuyo Gobierno se convierte en cómplice de facto de los informalmente acusados. Inmiscuirse en asuntos doctrinales de la religión católica, acusar en el Vaticano a la iglesia y en España al Partido Popular de desestabilizar su Gobierno, son idénticos actos de injerencia en asuntos domésticos de otras naciones soberanas. Actuar con desafuero en nombre de Bolivia es demostrar una incompleta comprensión de cómo funciona el mundo creado por humanos. En la mayor parte de este planeta no se puede ser ni “medio” laico, ni “medio” democrático; mucho menos ofender para luego demandar respeto.
Considerarse laico no evitó importunar al mismísimo Papa con excelentes sugerencias. Por ende, llamarse demócrata parece tampoco ser garantía de respeto las leyes redactadas por su propio partido. Evidencia de estas asimetrías entre la voluntad colectivamente plasmada en papel y el errático accionar individual empiezan a acumularse. La constitución debería ser un documento moral y legalmente vinculante, que prohíbe a todos (incluyendo al más poderoso) ir en contra de la norma establecida. Ser un Estado laico significa que el Gobierno debe respetar la autonomía e independencia de toda iglesia. Si se necesitaba evidencia adicional de la esquizofrenia política que impera sobre nuestra nación, la gira por Europa de nuestro máximo representante debería empezar a borrar cualquier duda; a la vez de llevarnos a cuestionar la fe ciega con la cual creemos en nuestro verde redentor.
En su paso por Europa el Presidente Morales seguramente recibió lo que aquí se le niega: una dosis de honestidad. En Bolivia nadie parece atreverse a contradecirlo. Por el contrario, pareciera que fuerzas sobrenaturales guían su misión sagrada de salvar a la humanidad. Considerarse infalible, después de todo, no es prerrogativa solo del Representante de Dios, es también el arquetipo que gobierna al ser humano desde tiempos inmemorables: el poder enaltece las más sórdidas pasiones, a la vez que ciega la razón. En nuestro mandatario convive con su noble corazón una poderosa visión apocalíptica. Ese dolor existencial parece no solo atormentarlo, sino inclinarlo a impetuosamente reemplazar principios y procesos democráticos, por un papel mesiánico en la eterna batalla entre el bien y el mal. Si la premisa es que está en juego la supervivencia del planeta, entonces el juego democrático tiene que esperar.
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