Irónicamente, le corresponde al Defensor del Pueblo defender al Estado. Y aunque no pretendo usurparle atribuciones, yo también lo defiendo. Lo hago porque me indigna que la empatía hacia la Policía Nacional dependa de cuyo derecho a circular esté siendo preservado. Como los infortunios en Caranavi recayeron sobre rostros anónimos muy lejos de aquí, voces que solían clamar ponerle fin a la anarquía sindical, curiosamente se indignaron cuando el Estado garantizó el derecho ajeno a transitar.
A puertas cerradas la oposición se regocijó ante los sucesos en Caranavi; felices que el MAS pruebe una dosis de su propia medicina. Y si bien es cierto que Caranavi permite al Gobierno entrever la necesidad de imponer equitativamente la autoridad del Estado, ojalá deje también al descubierto otro gran bloqueo: nuestra incapacidad de obedecer principios imparciales.
Un principio básico es suspender todo juicio hasta que el debido proceso permita llegar a conclusiones fehacientes sobre lo acontecido. Lo fácil es cada quien asumir. Lo difícil es juntos definir la manera como queremos se aplique el monopolio de la violencia en manos del Estado. El Gobierno también deberá aprender a no hacer promesas demagógicas que crean falsas expectativas e inducen a la convulsión social; que luego obligan al Estado utilizar la fuerza. Las blancas palomas en la Plaza Murillo murmuran: “¡Haberle pedido antes otra planta procesadora de cítricos al padrino!”
Quien debió dar la cara no es Chávez, ni la policía nacional; es nuestro Presidente. En la corte de la opinión pública sus comentarios no demuestran sabiduría; en la corte del poder se rumora que su liderazgo es a punta de carajazos; en los sindicatos su encanto indigenista empieza a despintarse. La coyuntura se presta entonces para hacer a un lado un resentimiento de mozuelo achicopalado, para sacar a relucir un sentido dialéctico del devenir democrático: si Evo sale del Palacio Quemado, que sea el 2015, fruto de una derrota ante la corte del pueblo; no víctima de una nueva desestabilización.
El complot se ha convertido en Bolivia un arma política legítima, lo cual conduce al caos. Por ende, es hora de cerrarle el paso a las fuerzas extremistas y radicales. Qué mejor que los “enemigos de Bolivia”, aquellos que no dejan gobernar, sean desarticulados bajo el liderazgo de un sindicalista que subió al poder gracias a su capacidad de desestabilizar al Gobierno de turno. Y si bien imponer el orden no es licencia para matar, se debe investigar primero si las heridas de bala calibre 22 no fueron propinadas accidental o intencionalmente por sus propios compañeros. Todo puede ser; incluso esta madre de todas las ironías.
Los hechos deben ser investigados y una comisión multipartidaria luego hacer recomendaciones. Si se violaron normas o torturaron dirigentes, que se aplique la ley. Pero censurar por consigna el legítimo derecho del Estado de proteger derechos ciudadanos, sería bloquear nuestro tránsito hacia un centro más equilibrado. Y tal vez sea inocente asumir que el Gobierno aplicará imparcialmente principios de ley; creer que existe una “cultura del diálogo”; o imaginar que un sentido de responsabilidad histórica logre moverlo del extremo ideológico hacia un centro moderado. El hecho que la crisis fue producto de su inamovible arrogancia no permite soñar. Pero apuntarle a la institución del Estado que garantiza la ley y el orden, por simple reflejo “oposicionista”, sería atentar contra la posibilidad de algún día vencer – en base a principios – a las fuerzas radicales que tienen secuestrada a la nación.
1 comentario:
Mi columna, aunque con sorna, apoya la acción del ministro. El Estado tiene que garantizar el libre tránsito y la seguridad de los ciudadanos; lo mismo hizo Sánchez Berzaín en Sorata.
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