Washington critica el acuerdo firmado entre Turquía, Brasil e Irán para enriquecer uranio. Menos Hillary Clinton, todos aman a Lula. Lo aman porque ha avanzado justicia social en términos reales, apoyando al sector privado. Lo aman porque sus políticas incentivan la inversión e intercambio comercial, con reglas de juego muy claras, lo cual promete duplicar los ingresos de la clase trabajadora en apenas una generación. Lo aman porque sus reivindicaciones sociales son reales y serán duraderas.
Lula es una paradoja. Su estirpe de obrero sindicalista no lo convirtió en estatista; lo convirtió en admirado estadista. Curiosamente, el marxismo permite entender “por qué”. Según la tesis del materialismo histórico, son las características específicas de la base económica brasilera las que determinan el pensamiento de Lula. Es decir, las nuevas relaciones de producción que avanza y defiende Lula (superestructura) son moldeadas por las características de las fuerzas de producción (base tecno-económica). Si Lula promueve la inversión extranjera directa e intercambio comercial, es porque la estabilidad y vitalidad de Brasil depende una apertura económica.
Según la teoría marxista, no fueron los 20 años en la oposición que forjaron la conciencia de Lula; fueron los grandes avances en la infraestructura industrial. En contraste con Brasil, la clase empresarial boliviana vivió de la teta del Estado. En consecuencia, nuestra “base” tecno-económica es una infraestructura fantasma. Ahora, nuestros estadistas creen estar revolucionando el modelo macroeconómico. En realidad, la actual estabilidad se debe a que - por ahora – Bolivia vende caro insumos que extraemos del suelo (coca) y subsuelo (gas), para subvencionar una pequeña economía con coca y gas. Existen más de 20 ciudades en América cuya población es mayor que toda nuestra nación, o equivale por lo menos al 50% de todos los bolivianos. La población boliviana seguirá creciendo. Lo mismo no puede decirse de nuestras fuentes de ingresos.
Nuestros estadistas pretenden avanzar el desarrollo económico enviando señales muy confusas a la inversión privada. Pero no es posible estar “medio” preñado. Lula, en cambio, establece y respeta reglas de juego muy claras, lo cual hace que su pueblo lo ame; porque aman sobre todo los resultados. En contraste, aquí estamos enamorados de retórica caudillista. Pero por rimbombante la voluntad de lograr por fin “vivir bien”, el tiempo apremia y los resultados no se dejarán seguir esperando. El pueblo necesita seguir soñando y - sobre todo - seguir poniendo comida en el plato. Entonces surge la pregunta, ¿podrá una nueva generación de líderes aprender lo que aprendió Lula; sin tener la ventaja de un sector industrial que ayude iluminarlos?
Entender que el modelo de desarrollo de Brasil es superior al de Cuba, pero reducir el intercambio de Bolivia a cumbres climáticas, narcotráfico y gas, sería equivalente a mentir. Nuestro actual caudillo posee una nobleza que raya en ingenuidad. Está flanqueado a la izquierda por una COB que es prisionera de la esquizofrenia política; y a la derecha por el esoterismo intelectual de un romántico, cuyo fervor etno-clasista raya en nostalgia por la guillotina. El liderazgo actual tal vez sea el dique que contiene las aguas de la convulsión social. Dudo, sin embargo, que de “diques” nuestros caudillos pasen a “duques”. No son ni dioses ni reyes y serán reemplazados. Si la nueva generación entiende que Lula es mejor estadista que Chávez, ojalá que “ama llulla” para ellos sea algo más real que un estribillo electoral.
domingo, 30 de mayo de 2010
miércoles, 19 de mayo de 2010
Asimetrías Seculares
Una nación laica se fundamenta en el principio de separación entre iglesia y Estado; de tal manera que - por ley - una esfera sea independiente de la otra, sin posibilidad de intromisión entre ambas. Por muy buenas las ideas que el representante de la Santa Sede pueda sugerirle al Gobierno de turno, las sugerencias serian muy mal vistas. La iglesia no tiene fuero en asuntos políticos de la nación. La única excepción es cuando la iglesia es invitada a mediar un conflicto social. Pero incluso cuando una crisis requiere de mediación eclesiástica, el papel de facilitador del clero se lleva a cabo bajo el más estricto compromiso de no empañar el diálogo con posiciones doctrinales. Esa mínima cortesía de no-injerencia es también respetada por casi todo mandatario que visita el Vaticano. Por muy buenos que sean, darle consejos a su Santidad es señal inequívoca de incomprensión del más básico protocolo y espíritu diplomático.
Otro juego que también parece no ser el fuerte de nuestro Presidente es el democrático. Evidencia adicional son sus declaraciones en España, donde acusó al Partido Popular de ser cómplice en conspirar contra su régimen. El fuero adecuado para presentar acusaciones tan sensibles son las cortes internacionales; no una conferencia de prensa en el país anfitrión, cuyo Gobierno se convierte en cómplice de facto de los informalmente acusados. Inmiscuirse en asuntos doctrinales de la religión católica, acusar en el Vaticano a la iglesia y en España al Partido Popular de desestabilizar su Gobierno, son idénticos actos de injerencia en asuntos domésticos de otras naciones soberanas. Actuar con desafuero en nombre de Bolivia es demostrar una incompleta comprensión de cómo funciona el mundo creado por humanos. En la mayor parte de este planeta no se puede ser ni “medio” laico, ni “medio” democrático; mucho menos ofender para luego demandar respeto.
Considerarse laico no evitó importunar al mismísimo Papa con excelentes sugerencias. Por ende, llamarse demócrata parece tampoco ser garantía de respeto las leyes redactadas por su propio partido. Evidencia de estas asimetrías entre la voluntad colectivamente plasmada en papel y el errático accionar individual empiezan a acumularse. La constitución debería ser un documento moral y legalmente vinculante, que prohíbe a todos (incluyendo al más poderoso) ir en contra de la norma establecida. Ser un Estado laico significa que el Gobierno debe respetar la autonomía e independencia de toda iglesia. Si se necesitaba evidencia adicional de la esquizofrenia política que impera sobre nuestra nación, la gira por Europa de nuestro máximo representante debería empezar a borrar cualquier duda; a la vez de llevarnos a cuestionar la fe ciega con la cual creemos en nuestro verde redentor.
En su paso por Europa el Presidente Morales seguramente recibió lo que aquí se le niega: una dosis de honestidad. En Bolivia nadie parece atreverse a contradecirlo. Por el contrario, pareciera que fuerzas sobrenaturales guían su misión sagrada de salvar a la humanidad. Considerarse infalible, después de todo, no es prerrogativa solo del Representante de Dios, es también el arquetipo que gobierna al ser humano desde tiempos inmemorables: el poder enaltece las más sórdidas pasiones, a la vez que ciega la razón. En nuestro mandatario convive con su noble corazón una poderosa visión apocalíptica. Ese dolor existencial parece no solo atormentarlo, sino inclinarlo a impetuosamente reemplazar principios y procesos democráticos, por un papel mesiánico en la eterna batalla entre el bien y el mal. Si la premisa es que está en juego la supervivencia del planeta, entonces el juego democrático tiene que esperar.
Otro juego que también parece no ser el fuerte de nuestro Presidente es el democrático. Evidencia adicional son sus declaraciones en España, donde acusó al Partido Popular de ser cómplice en conspirar contra su régimen. El fuero adecuado para presentar acusaciones tan sensibles son las cortes internacionales; no una conferencia de prensa en el país anfitrión, cuyo Gobierno se convierte en cómplice de facto de los informalmente acusados. Inmiscuirse en asuntos doctrinales de la religión católica, acusar en el Vaticano a la iglesia y en España al Partido Popular de desestabilizar su Gobierno, son idénticos actos de injerencia en asuntos domésticos de otras naciones soberanas. Actuar con desafuero en nombre de Bolivia es demostrar una incompleta comprensión de cómo funciona el mundo creado por humanos. En la mayor parte de este planeta no se puede ser ni “medio” laico, ni “medio” democrático; mucho menos ofender para luego demandar respeto.
Considerarse laico no evitó importunar al mismísimo Papa con excelentes sugerencias. Por ende, llamarse demócrata parece tampoco ser garantía de respeto las leyes redactadas por su propio partido. Evidencia de estas asimetrías entre la voluntad colectivamente plasmada en papel y el errático accionar individual empiezan a acumularse. La constitución debería ser un documento moral y legalmente vinculante, que prohíbe a todos (incluyendo al más poderoso) ir en contra de la norma establecida. Ser un Estado laico significa que el Gobierno debe respetar la autonomía e independencia de toda iglesia. Si se necesitaba evidencia adicional de la esquizofrenia política que impera sobre nuestra nación, la gira por Europa de nuestro máximo representante debería empezar a borrar cualquier duda; a la vez de llevarnos a cuestionar la fe ciega con la cual creemos en nuestro verde redentor.
En su paso por Europa el Presidente Morales seguramente recibió lo que aquí se le niega: una dosis de honestidad. En Bolivia nadie parece atreverse a contradecirlo. Por el contrario, pareciera que fuerzas sobrenaturales guían su misión sagrada de salvar a la humanidad. Considerarse infalible, después de todo, no es prerrogativa solo del Representante de Dios, es también el arquetipo que gobierna al ser humano desde tiempos inmemorables: el poder enaltece las más sórdidas pasiones, a la vez que ciega la razón. En nuestro mandatario convive con su noble corazón una poderosa visión apocalíptica. Ese dolor existencial parece no solo atormentarlo, sino inclinarlo a impetuosamente reemplazar principios y procesos democráticos, por un papel mesiánico en la eterna batalla entre el bien y el mal. Si la premisa es que está en juego la supervivencia del planeta, entonces el juego democrático tiene que esperar.
viernes, 14 de mayo de 2010
Defensor del Estado
Irónicamente, le corresponde al Defensor del Pueblo defender al Estado. Y aunque no pretendo usurparle atribuciones, yo también lo defiendo. Lo hago porque me indigna que la empatía hacia la Policía Nacional dependa de cuyo derecho a circular esté siendo preservado. Como los infortunios en Caranavi recayeron sobre rostros anónimos muy lejos de aquí, voces que solían clamar ponerle fin a la anarquía sindical, curiosamente se indignaron cuando el Estado garantizó el derecho ajeno a transitar.
A puertas cerradas la oposición se regocijó ante los sucesos en Caranavi; felices que el MAS pruebe una dosis de su propia medicina. Y si bien es cierto que Caranavi permite al Gobierno entrever la necesidad de imponer equitativamente la autoridad del Estado, ojalá deje también al descubierto otro gran bloqueo: nuestra incapacidad de obedecer principios imparciales.
Un principio básico es suspender todo juicio hasta que el debido proceso permita llegar a conclusiones fehacientes sobre lo acontecido. Lo fácil es cada quien asumir. Lo difícil es juntos definir la manera como queremos se aplique el monopolio de la violencia en manos del Estado. El Gobierno también deberá aprender a no hacer promesas demagógicas que crean falsas expectativas e inducen a la convulsión social; que luego obligan al Estado utilizar la fuerza. Las blancas palomas en la Plaza Murillo murmuran: “¡Haberle pedido antes otra planta procesadora de cítricos al padrino!”
Quien debió dar la cara no es Chávez, ni la policía nacional; es nuestro Presidente. En la corte de la opinión pública sus comentarios no demuestran sabiduría; en la corte del poder se rumora que su liderazgo es a punta de carajazos; en los sindicatos su encanto indigenista empieza a despintarse. La coyuntura se presta entonces para hacer a un lado un resentimiento de mozuelo achicopalado, para sacar a relucir un sentido dialéctico del devenir democrático: si Evo sale del Palacio Quemado, que sea el 2015, fruto de una derrota ante la corte del pueblo; no víctima de una nueva desestabilización.
El complot se ha convertido en Bolivia un arma política legítima, lo cual conduce al caos. Por ende, es hora de cerrarle el paso a las fuerzas extremistas y radicales. Qué mejor que los “enemigos de Bolivia”, aquellos que no dejan gobernar, sean desarticulados bajo el liderazgo de un sindicalista que subió al poder gracias a su capacidad de desestabilizar al Gobierno de turno. Y si bien imponer el orden no es licencia para matar, se debe investigar primero si las heridas de bala calibre 22 no fueron propinadas accidental o intencionalmente por sus propios compañeros. Todo puede ser; incluso esta madre de todas las ironías.
Los hechos deben ser investigados y una comisión multipartidaria luego hacer recomendaciones. Si se violaron normas o torturaron dirigentes, que se aplique la ley. Pero censurar por consigna el legítimo derecho del Estado de proteger derechos ciudadanos, sería bloquear nuestro tránsito hacia un centro más equilibrado. Y tal vez sea inocente asumir que el Gobierno aplicará imparcialmente principios de ley; creer que existe una “cultura del diálogo”; o imaginar que un sentido de responsabilidad histórica logre moverlo del extremo ideológico hacia un centro moderado. El hecho que la crisis fue producto de su inamovible arrogancia no permite soñar. Pero apuntarle a la institución del Estado que garantiza la ley y el orden, por simple reflejo “oposicionista”, sería atentar contra la posibilidad de algún día vencer – en base a principios – a las fuerzas radicales que tienen secuestrada a la nación.
A puertas cerradas la oposición se regocijó ante los sucesos en Caranavi; felices que el MAS pruebe una dosis de su propia medicina. Y si bien es cierto que Caranavi permite al Gobierno entrever la necesidad de imponer equitativamente la autoridad del Estado, ojalá deje también al descubierto otro gran bloqueo: nuestra incapacidad de obedecer principios imparciales.
Un principio básico es suspender todo juicio hasta que el debido proceso permita llegar a conclusiones fehacientes sobre lo acontecido. Lo fácil es cada quien asumir. Lo difícil es juntos definir la manera como queremos se aplique el monopolio de la violencia en manos del Estado. El Gobierno también deberá aprender a no hacer promesas demagógicas que crean falsas expectativas e inducen a la convulsión social; que luego obligan al Estado utilizar la fuerza. Las blancas palomas en la Plaza Murillo murmuran: “¡Haberle pedido antes otra planta procesadora de cítricos al padrino!”
Quien debió dar la cara no es Chávez, ni la policía nacional; es nuestro Presidente. En la corte de la opinión pública sus comentarios no demuestran sabiduría; en la corte del poder se rumora que su liderazgo es a punta de carajazos; en los sindicatos su encanto indigenista empieza a despintarse. La coyuntura se presta entonces para hacer a un lado un resentimiento de mozuelo achicopalado, para sacar a relucir un sentido dialéctico del devenir democrático: si Evo sale del Palacio Quemado, que sea el 2015, fruto de una derrota ante la corte del pueblo; no víctima de una nueva desestabilización.
El complot se ha convertido en Bolivia un arma política legítima, lo cual conduce al caos. Por ende, es hora de cerrarle el paso a las fuerzas extremistas y radicales. Qué mejor que los “enemigos de Bolivia”, aquellos que no dejan gobernar, sean desarticulados bajo el liderazgo de un sindicalista que subió al poder gracias a su capacidad de desestabilizar al Gobierno de turno. Y si bien imponer el orden no es licencia para matar, se debe investigar primero si las heridas de bala calibre 22 no fueron propinadas accidental o intencionalmente por sus propios compañeros. Todo puede ser; incluso esta madre de todas las ironías.
Los hechos deben ser investigados y una comisión multipartidaria luego hacer recomendaciones. Si se violaron normas o torturaron dirigentes, que se aplique la ley. Pero censurar por consigna el legítimo derecho del Estado de proteger derechos ciudadanos, sería bloquear nuestro tránsito hacia un centro más equilibrado. Y tal vez sea inocente asumir que el Gobierno aplicará imparcialmente principios de ley; creer que existe una “cultura del diálogo”; o imaginar que un sentido de responsabilidad histórica logre moverlo del extremo ideológico hacia un centro moderado. El hecho que la crisis fue producto de su inamovible arrogancia no permite soñar. Pero apuntarle a la institución del Estado que garantiza la ley y el orden, por simple reflejo “oposicionista”, sería atentar contra la posibilidad de algún día vencer – en base a principios – a las fuerzas radicales que tienen secuestrada a la nación.
lunes, 10 de mayo de 2010
Mutación Semántica
El Capitalismo de Estado evoluciona, por lo menos semánticamente: ahora se lo denomina “economía popular”. En teoría, en vez de la maraña burocrática del socialismo de antaño, esta vez se pretende convertir al Estado en facilitador de empresas populares. En vez de colocar los recursos de la nación en manos de transnacionales y oligarquías, la voluntad es avanzar negocios que beneficien al pueblo con bienes producidos en empresas socialistas diseñadas, financiadas e impulsadas desde arriba, pero administradas desde abajo.
En cualquier minibús urbano, más del 64% de los usuarios poseen un teléfono celular. Hace apenas diez años contar con esta herramienta de trabajo, integración y uso eficiente del tiempo, era un lujo. Hoy el celular es un bien ubicuo. La razón de su accesibilidad económica es la dinámica de competencia del mercado, que pone en movimiento fuerzas de innovación, inversión, distribución, mercadeo, investigación y desarrollo tecnológico, que presionan los precios hacia abajo.
Las dinámicas de las empresas populares, alimentadas por innovaciones socialistas, pretenden ser diferentes. Para muestra un botón: un gran invento bolivariano que fue entusiastamente alabado en una reciente alocución del Presidente Hugo Chávez. Es un compuesto químico inventado en Venezuela que podría “triplicar el rendimiento de la pintura comercial” utilizada en embellecer nuestras humildes moradas. Este invento revolucionario ha sido exaltado como un “ejemplo” del espíritu socialista, que contrasta con el mercantilismo capitalista que inunda el mercado de televisores, microondas y teléfonos celulares baratos y de alta calidad. Se supone que un producto que triplique el rendimiento de la pintura, con seguridad tendría éxito comercial.
Paradójicamente, el hecho que una innovación tecnológica mejore la calidad de vida del pueblo a precios razonables no es garantía que el producto tenga éxito en el mercado. Al igual que en una elección “se anota lo que se ve”, en el mercado el éxito “ganado” es gracias a la capacidad productiva y competitividad de la empresa. Un componente importante de esta ecuación es la capacidad de comercializar el producto, que es mucho más que producir bienes eficazmente: también se requieren redes de distribución y comercialización. En otras palabras, para mejorar la calidad de vida del pueblo no solo hay que innovar y producir, también hay que competir y vender en el mercado real; no el imaginario. Sin las dinámicas de comercialización de un invento revolucionario, el pueblo rural, que no goza de la masa crítica urbana, no podrá triplicar el rendimiento de una pintura (que, además, sigue siendo un lujo).
Las empresas populares, al igual que la industrialización del Estado, deben enfrentar paradojas. Las primeras porque deben establecer estrategias de comercialización a la cabeza de ejecutivos; el segundo porque necesita convencer a la población que el consumo inmediato de nuestros recursos financieros debe ser conmensurado con la necesidad de invertir en el bienestar de largo plazo; lo cual implica sacrificar hoy para cosechar frutos mañana. Bajo cualquier malabarismo lingüístico, la “economía popular” debe enfrentar las contradicciones propias de producir, invertir y vender en el contexto del caos de un comité sindical que conglomera miles de opiniones. La opción realista es establecer un orden ejecutivo que decida dónde construir una planta de cítricos, o si debemos seguir sacrificando nuestro consumo inmediato en aras de una Bolivia industrializada que – aparentemente - produce cada vez menos y empieza a tener problemas en vender su versión del socialismo.
En cualquier minibús urbano, más del 64% de los usuarios poseen un teléfono celular. Hace apenas diez años contar con esta herramienta de trabajo, integración y uso eficiente del tiempo, era un lujo. Hoy el celular es un bien ubicuo. La razón de su accesibilidad económica es la dinámica de competencia del mercado, que pone en movimiento fuerzas de innovación, inversión, distribución, mercadeo, investigación y desarrollo tecnológico, que presionan los precios hacia abajo.
Las dinámicas de las empresas populares, alimentadas por innovaciones socialistas, pretenden ser diferentes. Para muestra un botón: un gran invento bolivariano que fue entusiastamente alabado en una reciente alocución del Presidente Hugo Chávez. Es un compuesto químico inventado en Venezuela que podría “triplicar el rendimiento de la pintura comercial” utilizada en embellecer nuestras humildes moradas. Este invento revolucionario ha sido exaltado como un “ejemplo” del espíritu socialista, que contrasta con el mercantilismo capitalista que inunda el mercado de televisores, microondas y teléfonos celulares baratos y de alta calidad. Se supone que un producto que triplique el rendimiento de la pintura, con seguridad tendría éxito comercial.
Paradójicamente, el hecho que una innovación tecnológica mejore la calidad de vida del pueblo a precios razonables no es garantía que el producto tenga éxito en el mercado. Al igual que en una elección “se anota lo que se ve”, en el mercado el éxito “ganado” es gracias a la capacidad productiva y competitividad de la empresa. Un componente importante de esta ecuación es la capacidad de comercializar el producto, que es mucho más que producir bienes eficazmente: también se requieren redes de distribución y comercialización. En otras palabras, para mejorar la calidad de vida del pueblo no solo hay que innovar y producir, también hay que competir y vender en el mercado real; no el imaginario. Sin las dinámicas de comercialización de un invento revolucionario, el pueblo rural, que no goza de la masa crítica urbana, no podrá triplicar el rendimiento de una pintura (que, además, sigue siendo un lujo).
Las empresas populares, al igual que la industrialización del Estado, deben enfrentar paradojas. Las primeras porque deben establecer estrategias de comercialización a la cabeza de ejecutivos; el segundo porque necesita convencer a la población que el consumo inmediato de nuestros recursos financieros debe ser conmensurado con la necesidad de invertir en el bienestar de largo plazo; lo cual implica sacrificar hoy para cosechar frutos mañana. Bajo cualquier malabarismo lingüístico, la “economía popular” debe enfrentar las contradicciones propias de producir, invertir y vender en el contexto del caos de un comité sindical que conglomera miles de opiniones. La opción realista es establecer un orden ejecutivo que decida dónde construir una planta de cítricos, o si debemos seguir sacrificando nuestro consumo inmediato en aras de una Bolivia industrializada que – aparentemente - produce cada vez menos y empieza a tener problemas en vender su versión del socialismo.
lunes, 3 de mayo de 2010
Estratégica Sensatez
Es una lógica febril argumentar que un aumento salarial mayor al propuesto por el Gobierno “no afectaría al Estado”. Según la lógica, sería la empresa privada quienes asumirían la responsabilidad de un incremento del 12%. De cierta manera es cierto: incrementos en productividad del sector privado serán los que mejoren la calidad de vida de los bolivianos. El aspecto pernicioso de la lógica de “suma-cero” del sector fabril es ignorar que un aumento artificial sería una victoria pírrica, porque al disparar un efecto inflacionario, acabaría comiéndoselo. Actuar por consigna populista afectaría no solo el bolsillo del empresariado: afectaría el bolsillo de todos.
En un inusitado acto de auto-regulación, el Gobierno ha optado por invertir su capital político en contener las demandas de los trabajadores. La lógica en este caso es impecable: el Estado debe invertir los recursos de la nación en proyectos de largo plazo, para ir gradualmente mejorando nuestra calidad de vida, en vez de comérnoslos hoy. Esta posición contrasta con la postura manifestada en la Cumbre de los Pueblos sobre el Cambio Climático. Allí se condenó el “neoextractivismo”, una lógica de crecimiento económico permanente que – en teoría – atenta contra la Madre Tierra. Al margen de la lógica utilizada, la conclusión es que gobernar requiere de un equilibrio “orgánico” entre objetivos e intereses en permanente conflicto entre sí.
Tres grupos ahora se pugnan por superioridad política: desarrollistas, ecologistas y sindicales. Por el momento tienen el sartén por el mango quienes proponen invertir nuestro superávit en industrializar Bolivia. El sector trabajador deberá ahora elegir entre apoyar la estrategia del fundamentalismo ecológico, que pretende redistribuir los ingresos mediante “mecanismos de concertación, participación y consulta”; o apoyar a quienes quieren incrementar los ingresos mediante la “explotación intensiva de recursos naturales”; una estrategia de desarrollo que pude también ser ecológica y económicamente sensata. Las opciones son difíciles y las coaliciones por el momento se encuentran resquebrajadas.
A su vez, la lógica se encuentra secuestrada por el raciocinio de la lucha de clases. Cual nube que ofusca la luz, la mayoría supone que debemos arremeter siempre contra la empresa privada y su suicida lógica de la ganancia. En consecuencia, nadie escucha al Gobierno cuando intenta explicar la lógica detrás de su postura salarial. La retórica utilizada para alcanzar el poder parece haber devaluado no solo la legitimidad del “lucro”, sino incluso del concepto “racionalidad”. No obstante el deterioro semiótico de la palabra “lógica”, cada sector busca ciegamente defender su posición sectorial, bajo la racionalidad que gobierna su egoísta agenda político-existencial.
Por fortuna el Gobierno ha madurado en su comprensión de los factores que hacen el equilibrio sostenible de la economía. Ese equilibrio debe extenderse a la Madre Tierra y a la pobreza de un pueblo digno, que merece mucho más. Los trabajadores necesitan un mejor sueldo; la Madre Tierra tecnologías y políticas que velen por su integridad. Pero es sensato del Gobierno contener la impaciente furia de los sectores que conforman su columna vertebral, una decisión fría que evita caer en “inmediatismos”. Una política de largo plazo nos permitirá ganar a todos, incluyendo a la Pachamama. Sin mayor productividad, fruto de una visión e inversión estratégica, todo quedaría en buenos sentimientos.
En un inusitado acto de auto-regulación, el Gobierno ha optado por invertir su capital político en contener las demandas de los trabajadores. La lógica en este caso es impecable: el Estado debe invertir los recursos de la nación en proyectos de largo plazo, para ir gradualmente mejorando nuestra calidad de vida, en vez de comérnoslos hoy. Esta posición contrasta con la postura manifestada en la Cumbre de los Pueblos sobre el Cambio Climático. Allí se condenó el “neoextractivismo”, una lógica de crecimiento económico permanente que – en teoría – atenta contra la Madre Tierra. Al margen de la lógica utilizada, la conclusión es que gobernar requiere de un equilibrio “orgánico” entre objetivos e intereses en permanente conflicto entre sí.
Tres grupos ahora se pugnan por superioridad política: desarrollistas, ecologistas y sindicales. Por el momento tienen el sartén por el mango quienes proponen invertir nuestro superávit en industrializar Bolivia. El sector trabajador deberá ahora elegir entre apoyar la estrategia del fundamentalismo ecológico, que pretende redistribuir los ingresos mediante “mecanismos de concertación, participación y consulta”; o apoyar a quienes quieren incrementar los ingresos mediante la “explotación intensiva de recursos naturales”; una estrategia de desarrollo que pude también ser ecológica y económicamente sensata. Las opciones son difíciles y las coaliciones por el momento se encuentran resquebrajadas.
A su vez, la lógica se encuentra secuestrada por el raciocinio de la lucha de clases. Cual nube que ofusca la luz, la mayoría supone que debemos arremeter siempre contra la empresa privada y su suicida lógica de la ganancia. En consecuencia, nadie escucha al Gobierno cuando intenta explicar la lógica detrás de su postura salarial. La retórica utilizada para alcanzar el poder parece haber devaluado no solo la legitimidad del “lucro”, sino incluso del concepto “racionalidad”. No obstante el deterioro semiótico de la palabra “lógica”, cada sector busca ciegamente defender su posición sectorial, bajo la racionalidad que gobierna su egoísta agenda político-existencial.
Por fortuna el Gobierno ha madurado en su comprensión de los factores que hacen el equilibrio sostenible de la economía. Ese equilibrio debe extenderse a la Madre Tierra y a la pobreza de un pueblo digno, que merece mucho más. Los trabajadores necesitan un mejor sueldo; la Madre Tierra tecnologías y políticas que velen por su integridad. Pero es sensato del Gobierno contener la impaciente furia de los sectores que conforman su columna vertebral, una decisión fría que evita caer en “inmediatismos”. Una política de largo plazo nos permitirá ganar a todos, incluyendo a la Pachamama. Sin mayor productividad, fruto de una visión e inversión estratégica, todo quedaría en buenos sentimientos.
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