El perro de un amigo me dio un buen mordisco. Me dolió. Sería ridículo, sin embargo, molestarme con el dueño del mastín, o enojarme con el noble animal, que tan solo cumplía con el papel que le fue encomendado. En un evento que no tiene nada que ver con lo acontecido entre un can y yo, un fiscal hizo también el trabajo encomendado, hurgando selectivamente archivos de gastos reservados, tal como lo demanda la ley guillotina.
A juicio de la Comisión Colombiana de Juristas, “El Fiscal General debe ser independiente política, laboral y económicamente tanto del gobierno, como de los funcionarios públicos que debe investigar, lo cual brinda garantía de imparcialidad y objetividad en su labor”. Me parece un principio probo aplicable a todo fiscal, quien debería ser invulnerable a presiones políticas de cualquier tipo. En contraste al anterior espíritu de independencia y objetividad, la ley guillotina es un sopapo en la cara de la jurisprudencia boliviana. Puede que sea cierto. No obstante, el fiscal Félix Peralta solo cumplió con el objetivo político que le fue encomendado: ignorar que el Ministerio Público debe defender los derechos de las personas frente a los abusos del Estado y no al revés.
Con el respeto que merece el cardenal Julio Terrazas, su jerarquía no lo hace inmune a la ley (por retrograda que sea). El ex Defensor del Pueblo, por ejemplo, fue corriendo a la fiscalía, a comprobar que había recibido dinero para cumplir con una tarea social, provocada por un conflicto público. Pero acusar a un cardenal de corrupción, sin pruebas, tendrá clarísimas consecuencias electorales, sobre todo en Santa Cruz.
Ante la metida de pata de un fiscal, los voceros del Gobierno dieron desgarradores aullidos, con intenciones de propinar sendas mordeduras a un servidor que solo cumplía con el papel que le fue encomendado. El fiscal Peralta, después de todo, no recibe un sueldo por parte del Estado para realizar cálculos políticos que permitan identificar si el blanco de su investigación es un blanco idóneo, o si un blanco de jerarquía puede tener consecuencias electorales.
La moraleja de este episodio no puede ser más clara: “acusa públicamente y viola la presunción de inocencia únicamente de aquellos ciudadanos (léase figuras políticas) que el pueblo ha defenestrado”. El anterior enunciado no debe confundirse con una defensa implícita de la corrupción institucional que condujo a cientos de miles de servidores públicos a seguir los patrones de conducta que en Bolivia fue vista durante muchos años como “normal”. Está bien echar por la ventana usos y costumbres que – por muy tradicionales – atentan contra el patrimonio del pueblo. El problema es la selectividad maquiavélica con la que se pretende aplicar las nuevas normas.
El analista Fernando Molina advierte que violar las “formas” democráticas (léase debido proceso) en nombre de un “bien superior” (p.e., acabar con la corrupción) es atentar contra la democracia (que no es sólo el poder de la mayoría). Según Molina, “En la democracia lo que interesa no son los resultados… lo que interesa son los procedimientos... incluso cuando (estos) perjudican el logro más rápido o más pleno de los resultados deseados”. En Bolivia los procedimientos están siendo reemplazados por la guillotina, una vía rápida a la tan ansiada total hegemonía. El ataque al cardenal Terrazas fue parte de la estrategia jacobina; una que acabó mordiendo la mano que a los fiscales les da de comer. En vez de independencia para los fiscales, el lema parece ser,”dime a quien investigas y yo (Gobierno) te diré si puedes”.
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