Existen palabras caprichosamente inmunes a la realidad. Hace siglos entendemos que Colón no llegó a la India, pero el mal aplicado gentilicio “indio” quedó férreamente registrado. En defensa del genovés, acceso a mejor información tampoco impide que tildemos de “hindús” a indios verdaderos. Hinduismo es una religión, no un gentilicio. En quinientos años vivirán en América millones de indios nacidos en Calcuta, Nueva Delhi y Bombay. El modelo económico que en ese lejano futuro regule el comercio entre India y América será un menjunje de herramientas de toda estirpe, índole y ancestro ideológico. Pero con idéntica ignorancia que profesó Colón, es posible que sigamos llamándolo “capitalismo”.
Otro defectuoso mote es el utilizado por mareados que con premeditada malicia insisten en llamar al modelo utilizado en Europa, Canadá, Brasil, Chile, Costa Rica, El Salvador y recientemente EE.UU., un modelo “neoliberal”. El “neoliberalismo” dejo de ser doctrina hace ocho años. En lugar de dogmas, hace ya rato que se viene perfeccionando el uso de diversos instrumentos, en la medida que es la herramienta que funciona. Ahora quedan herramientas, tanto de de libre mercado, como de regulación e intervención del Estado. Para una mejor explicación, por favor observar las políticas de Lula da Silva. La gran esperanza de anacrónicos charlatanes, que se benefician personalmente de este “pequeño secreto”, es que el pueblo jamás se entere, porque su agenda de manipular demonios atizados por el odio y resentimiento social depende precisamente de una insulsa e ignorante guerra de palabras.
El dinero, vilificado por cristianos y comunistas por igual, es testamento de nuestra mutua interdependencia; un contrato social que depende de nuestra credibilidad en el sistema. Sin la energía que deriva de nuestra psique colectiva, el billete es un papel que no vale nada. A su vez, las sociedades modernas han democratizado el acceso al capital. Obtener un préstamo, o comprar acciones en la bolsa, ha dejado de ser privilegio de una pequeña elite. Debido a la codicia y truculenta ingeniería financiera, los bancos jugaron con las casas del pueblo. Ello no quiere decir que – de ahora en adelante – el ciudadano debe renunciar al acceso a crédito y ser prohibido de utilizar su techo o propiedad como garantía para obtener capital necesario para mejorar su calidad de vida.
Náufragos de la modernidad presienten que incentivar la exportación de productos bolivianos a países enemigos, o crear condiciones para la formación del capital, es una detestable frivolidad económica que refleja un espíritu filisteo. Sus poéticas diatribas satanizan herramientas que - aunque no siempre bien utilizadas - forjan una sociedad más libre y productiva. En lugar de “invertir” su hábil uso del lenguaje en bautizar el nuevo modelo de desarrollo con un apelativo menos mundano, siguen enceguecidos por su apetito de conquista y poderes que acumulan cual recién descendido de una carabela. Y así, mientras que nuestros vecinos perfeccionan su capacidad de avanzar justicia, equilibrio ecológico y bienestar social, nosotros nos preparamos para ser preservados cual ancestral pieza de museo. Llegará el día que no podrán seguir manipulando al pueblo con palabras y decrepitas banderas de Fidel. Llegará un día cuando el pueblo entienda que - con demagogia populista –la guerra de palabras fue la única reivindicación social que tuvo esperanza alguna de ganar. Esperemos no tengan que pasar quinientos años.
Flavio Machicado Teran
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