La palabra es cemento que construye la mente y maná que alimenta el corazón. Con palabras se enamora, manipula e inventa grandes abstracciones. Gracias a avances históricos, en lugar de derramar sangre para definir destinos, ahora verbo es acción, adjetivo mortal espada, una buena diarrea verbal aliada inmejorable. Detrás de palabras yacen las ilusiones del pueblo. Apoderarse del léxico que enmarca el deseo popular, es convertirse en Oráculo: una autoridad infalible, de profética sabiduría y opinión. Pero un poder sustentado en manosear verbalmente la esperanza del pueblo, es un poder de mierda.
“En el mundo hay 200 millones de niños que duermen en la calle. Ninguno es cubano”. Las grandes conquistas sociales de la revolución cubana son dignas de admiración. Si bien ningún niño cubano duerme en la calle, Cuba no es la cúspide de la civilización humana. Si bien la libertad es una relativa abstracción mental que palidece en contraste a un decrepito techo sobre somnolientas cabezas, se empiezan a vislumbran el deseo del cambio en niños cubanos que despertaron y se atrevieron a soñar.
El 2001 Fidel proclamaba: “Revolución es cambiar todo lo que debe ser cambiado”. Sin una oposición política, el cambio ha sido mortalmente lento. El cambio está llegando, pero algunas consignas básicas que hacen al léxico cubano no cambiaran jamás: modestia, desinterés, altruismo y solidaridad. Aquellos que pretendan perfeccionar el futuro devenir en tierra de Martí, deberán incluir en su discurso el concepto “dignidad”, que aglomera las virtudes anteriores. Esa dignidad se manifiesta en el orgullo que sienten cubanos por el hecho que la isla es libre de propagandas de Disney y Coca Cola. Irónicamente, es con propaganda política que se mantiene “satisfecha” a la población con la magra dieta que permite la Libreta de Abastecimiento, otro gran logro de la revolución, porque disminuye el índice de diabetes entre niños cubanos.
Hay campo para mejoras en Cuba (y todas partes), que llegan en la medida que nuevas generaciones ven el mundo a colores. En el actual universo monocromático, enfrentamos limitaciones. A su vez, surge un consenso sobre la inclusión y justicia social; ocupando un lugar privilegiado en todo modelo de desarrollo, sea socialista, anarquista o liberal. Los bandos discrepan en “cómo” lograr los objetivos compartidos de acabar con el racismo, discriminación basada en cualquier identidad (incluyendo orientación sexual) y acceso a salud universal. Por lo general, nadie asume un monopolio sobre los objetivos.
En contraste con la tendencia en casi toda sociedad, en Cuba, Venezuela y Bolivia la justicia social se ha convertido en monopolio de un solo caudillo. Para comprender “por qué” sirve un contraste. Una razón es que modernas economías, como ser las de Chile y Brasil, no pueden darse el lujo. Otra es que Lula y Bachelet son producto de un proceso histórico que obligó a la izquierda aprender utilizar lo que funciona. En contraste, los de la troica bolivariana ocuparon un desgastado y volátil vacío político creado por el racismo e incompetencia de una élite corrupta. Todo aquel que ahora pretenda contribuir a nuestra convivencia, deberá incluir en su léxico los objetivos que la sociedad boliviana ha elegido: ponerle fin al racismo y avanzar la justicia social. En lugar de señalar inconsistencias, la oposición deberá aprender y proponer formas de mejor lograr esos objetivos. De lo contrario, en un chape labial del Chapare su Oráculo, será largo el monopolio de su dedo firmemente en nuestro ídem.
Flavio
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