Hermosa y simétrica, la telaraña de lazos afectivos se teje mejor en la oscuridad de estaciones subterráneas; aviones de la Luftwaffe escupiendo muerte sobre el cielo londinense. Algunos de los sobrevivientes del asedio militar cálidamente rememoran las sirenas que durante 57 días consecutivos anunciaron en 1940 el arribo de la destrucción, cortesía de Adolf Hitler. Forman parte de una rara estirpe humana aquellos que gozan de los cataclismos, en cuya psique el terror despierta un exagerado sentido de pertenencia. Cuando divisan buitres en el horizonte, estos individuos se transforman. De arrojar su acostumbrado desprecio al prójimo, el detestable vecino de pronto se convierte en cómplice de trinchera. Parece que el olor a muerte despierta una lucida demencia que – cual embrujo – se afina bajo las sombras que el instinto de supervivencia nos obliga observar. El espíritu de cooperación, piedra angular del desarrollo humano, se detona cual orgasmo cuando representa la única salida. Pero el instinto solidario no requiere de una guerra mundial para convertirse en mentalidad de turba. Evidencia es la desesperación de quienes - atormentados por su vacío existencial - buscan apechugarse cuales pollitos mojados. Su grito de guerra, ¡Mi reino por una causa!
Una causa en común, por suicida que sea, hilvana un tapiz de voluntades urgidas de una razón de ser. Mi menos favorita es aquella que amalgama masas de ofuscados feligreses, congregados alrededor de los apóstoles del apocalipsis financiero. En un frenesí invocado por una retórica anarquista, danzan alrededor de la hoguera ideológica, un fuego de pasiones en el cual pretenden sacrificar al sistema capitalista. Suponen que la sed de venganza de los dioses únicamente puede satisfacerse si son capaces de infligir muchísimo dolor. El concepto “exterminismo” - original del historiador inglés E.P. Thompson - captura la esencia de este ímpetu destructivo, un instinto que aparentemente ha guiado la evolución de nuestra especie. La voluntad de incurrir en un suicidio colectivo, señala Thompson, es “la última disfuncionalidad de la humanidad, su total auto-destrucción”. Este ímpetu de arrojarse al vacio ha jugado el papel de fuego purificador en varias coyunturas históricas. Desde remotas épocas el ser humano ha entendido que – para ayudar a germinar las semillas – algunas veces el bosque debe arder. En este caso, pareciera ser que las llamas que nos abrazan provienen del infierno financiero.
Nadie se ha inmolado en nombre del espíritu femenino. Muchos, sin embargo, han sufrido por la ignorancia humana y su necesidad de rígidas categorías. Las categorías “masculino” y “femenino” solían erigir murallas impenetrables que establecían claramente las conductas permisibles; a su vez del alcance legítimo de cada ser humano. Lo humano estaba nítidamente divido en polos opuestos: cuerpo y espíritu, instintivo y racional. Hoy esas categorías se derriten, se expanden, para incluir módulos del cerebro que abstraen e intuyen información utilizando la emotividad, sin necesitar el cuerpo que carga con esa materia gris portar bragas y sostén. De igual manera, “capitalista” y “socialista” empiezan a convertirse en estuches de herramientas que puede utilizar el ser humano para perfeccionar el sistema. El socialismo que surge en China y Europa utiliza mecanismos de mercado para asignar recursos y promover el desarrollo. El capitalismo que surge en EE.UU. obliga abandonar el fundamentalismo del libre mercado, para una vez más permitir que el gobierno – representante del pueblo – intervenga cuando la codicia y anarquía infligen daño a la economía. El capitalismo que surge de esta crisis viene gestándose hace muchos años, una nueva danza coordinada cuya coreografía fue perfeccionada en la reunión que hace poco sostuvieron las 20 naciones que representan el 90% del motor económico y eje de desarrollo del planeta.
Para los europeos el Estado representa a la sociedad, no así el mercado. Para los norteamericanos el libre mercado es su única herencia cultural. El péndulo empieza a girar hacia el otro lado del Atlántico. Ello no quiere decir que sea deseable, o siquiera posible, sustituir al mercado por burócratas a sueldo fijo. Si el sistema fracasó en su intento de colocar un techo barato sobre los más pobres, debido a la codicia de quienes pensaron poder seguir multiplicando - cuales panes - derivados de hipotecas , arrodillar al mercado ante los intereses políticos de los “empuja papeles” de escritorio acabaría de enterrar la economía. Habiendo denigrado el aporte de los funcionarios que manejan el aparato estatal, no queda duda que ellos tendrán que asumir la gran responsabilidad de intervenir en la regulación de los mercados financieros. Intervenir es fácil. Lo que tal vez resulte más difícil es sostener la cooperación y coordinación internacional, sobre todo cuando no existen mecanismos que obliguen a las naciones ajustar sus políticas económicas a una estrategia integral que proteja a los mercados de este tipo de ajustes.
El cambio más dramático, sin embargo, será el fin del burdo consumismo. Los últimos acontecimientos han unido en una causa común a los pueblos de Europa, Asia y EE.UU., un proceso que será profundizado cuando el presidente Obama avance un Plan Marshall para construir una economía verde. En lugar de joyas y liposucciones, los ricos deberán aportar más al desarrollo de una nueva matriz energética, con todo y sistema de aislamiento térmico que impida se escape durante el invierno el precioso y costoso calor. En lugar de invertir en una mayor capacidad militar de someter al mundo, los recursos serán utilizados para crear trabajos en la nueva eco-ecología. Esta transformación resultará de una mejor coordinación y cooperación entre mercado y Estado, un contrato social que debe ser perfeccionado. Lamento informar a quienes auguraban el fin del libre mercado que – con mayor dosis de regulación – seguirá siendo el mejor mecanismo para asignar recursos y premiar el sacrificio y esfuerzo personal.
El holismo es la antítesis del reduccionismo, una metodología caduca que pretende resolver problemas eliminando componentes del sistema, en lugar de ver al sistema como un todo integral. El holismo entiende a la realidad – toda realidad – como un todo orgánico o unificado compuesto de varias partes; una totalidad que es mayor a la simple suma de ellas. Un sistema complejo no puede ser comprendido – ni creado - desagregando sus componentes. El proceso dialéctico del cual emerge un capiholismo global es mayor que simplemente la voluntad política de aquellos más desafectados por su crisis existencial. El sistema requiere de la iniciativa que únicamente puede brindar un individuo motivado para crear su propia empresa. Cuando esa empresa crece a una magnitud que distorsiona el esfuerzo común, se debe aplicar un bisturí – y no un hacha – para subsanar pequeños tumores. Eliminar el dinamismo de la empresa privada en nombre de una abstracción que ha funcionado únicamente en libros de antaño es la peor forma de exterminismo que acecha a nuestra sociedad. La síntesis entre capitalismo y socialismo viene dándose hace mucho tiempo. La diferencia es que recién ahora el olor a sangre envuelve el psique radical en la excitación del apocalipsis. Ante la música del caos financiero, danzan en sus recamaras los trogloditas, pensando que se avecina la supremacía de su culto a la mediocridad, cuando en realidad lo que emerge de la crisis es un equilibrio.
Flavio Machicado Teran
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