Hace miles de años, y ante la ausencia de medios de refrigeración, los cristianos le decían “adiós” a la carne antes de empezar la Cuaresma. Del latín “carnelevare”, el lunes y martes que preceden al miércoles de ceniza eran para consumir toda la carne, y así eliminar la frivolidad de la piel, en preparación para el sombrío espíritu de abstinencia que sigue. Sin embargo, los orígenes del carnaval se remontan al ritual de fertilidad con la llegada de la primavera en Egipto, cuando las aguas del Nilo retroceden. También tiene sus orígenes en la festividad romana de Saturnalia, en la cual - al ofrecer prebendas a los esclavos - se mantenía la armonía, a la vez de reforzar los estamentos políticos y religiosos en los cuales estaba cimentada la sociedad.
Los rituales sirven un propósito, aunque a veces el propósito se vuelve difuso con el tiempo. Prueba de ello es que celebramos carnaval con gran ímpetu, dejando que cualquier relevancia o designio mágicamente surja de una botella, cual ‘genio del chaqui’ que sale del fondo para concedernos un alka-seltzer, y otros dos deseos.
Este periodo de Cuaresma tiene, entre otras, la intención de debilitar nuestras pasiones, y en especial, amortiguar las llamas de la concupiscencia (placer animal para sí mismo). Espero no ser blasfemo al sugerir un ejercicio en el cual la metodología viene al rescate del ritual, para ayudar a lograr este objetivo. Porque Dios sabe que las pasiones están que arden, y cada bando encuentra placer en su propia bandera, impidiendo un dialogo que permita encontrar coincidencias, y cimentar nuestra sociedad sobre bases coherentes con nuestro nuevo designio, aun por descubrirse y definirse.
Hay un periodista que tiene un programa de televisión extremadamente poderoso. Este señor - de impecable traje y corbata - es dueño de gran inteligencia, elocuencia y sobre todo la capacidad de abrumar con ‘su verdad’ a todo aquel a quien entrevista, imponiéndose y jactándose de nunca estar equivocado. Abiertamente, y sin ningún titubeo, me considera su enemigo. Bueno, no a mí personalmente, y aunque incluso ha leído una carta mía al aire, no reconocería mi nombre ni en pelea de perros. No. Sus enemigos son aquellos individuos que sustentan una agenda en particular, que en parte yo también considero “mi agenda”. Seguramente a esta altura se estará preguntando, “¿quién será este periodista?”, o tal vez, “¿cuál será la agenda de este columnista?”. Eso no importa. Lo que importa es la metodología que procedo a presentar.
No comparto con este periodista ni su estilo, ni su lógica, ni su política. Para cualquier propósito práctico, él es también mi enemigo. Pero no puedo evitar ver su programa, caer prisionero de su grandilocuencia, admirar su capacidad de hilvanar argumentos y de sustentar su manera de entender la realidad. Pero no vivo solo, y comparto el aparato televisor. Cuando los de mi pequeña tribu de tres adultos me encuentran postrado frente al televisor, imbuyendo las diatribas que del mismo emanan a la misma hora (y por el mismo canal), soy duramente fustigado por estar viendo “güevadas”, y estar escuchando a ese “viejo de “$#@&”.
Comparto con este periodista la misma agenda de construir una mejor y más justa sociedad. No comparto su manera. Pero si lo “odiase”, no lo escucharía, ni prestaría atención a sus argumentos. Sin embargo, la verdad no yace en mi tribu, la verdad se construye con el otro, participando de un dialogo libre de prejuicios y de posiciones encontradas. Por ende, el método para rescatar al ritual vacío es “dar la otra mejilla”, no para recibir golpes e injurias de los demás, sino para entender su lógica, para poder debatirla, e incluso contrarrestarla. Sinceramente admiro a este periodista, porque solo así puedo escucharlo, entenderlo, y si es necesario, superarlo. Digo “superarlo” no con el animo de imposición, sino con el animo de persuasión, para liberarnos de la carne que arraiga las pasiones, que nos impide escuchar al otro, y que destruye la capacidad de - entre nosotros - dialogar.
Flavio Machicado Teran
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