Sebastián tiene cinco años, y para evitar que su mente sea contaminada por las frivolidades de la modernidad, su padre celosamente vigila el contenido de lo que puede ver en la televisión. No obstante, siempre hay un descuido. Preparando a Sebastián para ir al colegio, enciende la TV y el programa es un documental sobre las Guerra Púnicas entre Cartago y el Imperio Romano. Asombrado por la imagen de soldados a punto de entrar en batalla, Sebastián pregunta, “¿Son esos los buenos?”. Los uniforme parecen romanos, pero los guerreros no exhiben el lustre y pulcritud a la que nos tiene acostumbrados Hollywood. Por el contrario, la pantalla muestra individuos harapientos y andrajosos. En medio de una batalla, sea romano o cartaginés, un soldado no estará preocupado por afeitarse o mantener limpio el uniforme.
Al margen de quién es quién, la pregunta sigue siendo difícil de responder. ¿Eran los “buenos” los romanos? Roma aún no se convertía al cristianismo. Además, son guerras de un lugar lejano, de una época remota, por lo que podríamos contestar: “ninguno de los dos”. Sigue siendo un hecho que ambos bandos se caracterizaron por su extrema crueldad. A su vez, su brutalidad no desmerece el que, precisamente debido a su violencia despiadada, ambos bandos crearon condiciones que llevaron a los pueblos a alcanzar cada vez mayores grados de cooperación. Pero las consecuencias no intencionadas de la barbarie y sed de conquista las apreciamos sólo miles de años después. En su momento, quienes estuvieron al medio de la pugna entre los dos imperios, no podían darse el lujo de la neutralidad, mucho menos comprendían que la guerra los estaba llevando a avanzar instituciones, leyes y mecanismos para construir naciones y mejor organizar la sociedad.
Con su afán de conquista del fundamentalismo, el imperio de nuestra época ha logrado crear un gran consenso: una simple oposición a su hegemonía. Las muertes despiadadas son cometidas por ambos bandos, lo que hace difícil definir quienes son los “buenos”. Queda también en el aire cuál será el nuevo nivel de cooperación que será desarrollado sobre las cenizas de la actual violencia. El gobierno de Irán – por ejemplo - tiene hoy en el gobierno chiíta en Irak un preciado aliado, en una región dominada por el grupo rival, lo sunníes. Es en el interés de Irán, sin embargo, dejar que sangre el invasor, aún cuando ello implica poner en peligro la estabilidad del gobierno chiíta. Irán no pretende cooperar con los EE.UU., y calcula muy fríamente hasta que punto puede darse el lujo de desestabilizar a su aliado, deteniendo su auspicio de la violencia sólo cuando existe el riego de llevarlo a totalmente fracasar.
En su afán de identificar a los malos, Sebastián manifiesta la frivolidad de un niño, una frivolidad producto de nuestro lento proceso de evolución social. Mayores grados de cooperación hoy tal vez se pueden lograr sin los conflictos que han creado su necesidad. Pero la lección no ha entrado ni con sangre, y seguimos pecando de la frivolidad de reducir toda diferencia al imperativo maniqueo definir quienes son los “malos”. Si el Presidente insinúa prematuramente a sus constituyentes adelantar las elecciones, debe verse como una gran oportunidad para consolidar un nivel mayor de cooperación. Debemos entonces aprovechar este tiempo para avanzar ese espíritu en la Asamblea, en las calles, en los debates, donde sea. Si los del MAS luego traicionan los valores que predican, que el pueblo se lo reclame en las urnas. Mientras tanto, preocupémonos por proponer una visión de país coherente con nuestras necesidades históricas. En lugar de cuestionar el espíritu democrático de los actores políticos, obliguémoslos con ideas y principios a apegarse a ellos, y hagamos publica la discusión. Si queremos cambios, utilicemos la persuasión, y no las tácticas del desprecio. Si queremos cambios, aprovechemos este tiempo para presentar propuestas. Esta vez no hay lugar para frivolidades que nos hagan a todos perder.
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