Albert Einstein, posiblemente la mente más brillante del Siglo XX, era socialista. Creía Einstein que la fase depredadora del desarrollo humano – perfeccionada por el capitalismo – debía ser superada, y culpaba a la anarquía económica de la sociedad capitalista del hecho que los ‘impulsos sociales’ del individuo - por naturaleza más débiles que su egoísmo - se empiecen a ‘progresivamente deteriorar’. Según Einstein el ser humano había perdido la capacidad de guiar su propio destino, era prisionero de las fuerzas de la ciencia y mercado que, al ignorar las prioridades humanas, estaban fuera de control. Era menester del ser humano, por ende, reconstruir el lazo orgánico que lo hace un ser social, y encontrar en el seno de la sociedad una fuerza protectora, y no así una amenaza a sus derechos naturales.
La física cuántica, uno de los grandes avances científicos del siglo pasado, fue en parte desarrollada gracias al trabajo de Einstein. El gran aporte de esa disciplina es que permite entender fenómenos que suceden a escala atómica. Por ejemplo, si se utilizasen preceptos de la física clásica newtoniana, la conclusión seria que un electrón no puede orbitar alrededor del núcleo de un átomo, ya que constantemente perdería energía y la masa del núcleo causaría que el electrón sea atraído por la fuerza de la gravedad, causando su implosión. Resulta que la materia a escala atómica no se comporta como un agregado de partículas, y en lugar de moverse en elipses – como los planetas alrededor del sol – se mueven en ondas, lo cual resulta en la imposibilidad de conocer con exactitud y simultáneamente la posición y el momento de un electrón. La conclusión es que sistemas muy pequeños, como ser los átomos, no obedecen los preceptos de la mecánica clásica. Sin embargo, en la medida que se “juntan” las partículas y crece la cantidad de materia, se llega al “limite clásico”, en el cual empieza a gobernar leyes de la física clásica newtoniana.
Decía Einstein que su juicio del capitalismo se basaba en el sistema “tal como existe hoy”. Es decir, el capitalismo de la primera mitad del siglo XX. Hoy existen diversas sociedades capitalistas. Pero digamos que el capitalismo es un monolito inamovible y que no ha progresado siquiera un átomo en la dirección de crear condiciones de libertad y avanzar los derechos civiles. ¿Podemos asumir que la culpa yace en los derechos individuales, y en la libertad que otorga la sociedad al individuo a pensar, creer y venerar según su propia conciencia?
Hoy se habla de la “complementariedad”, de la sabiduría del paradigma amerindio y la necesidad de trascender la polaridad creada por un sistema patriarcal que favorece lo racional e individualista, en detrimento de lo intuitivo, maternal y comunitario. No podría estar más de acuerdo. Al igual que las leyes físicas que gobiernan el mundo atómico son complementarias y no excluyentes con las que gobiernan la materia, los derechos individuales son complementarios a la capacidad comunitaria de la sociedad. El individuo, al igual que el átomo, obedece a fuerzas internas que hacen su movimiento impredecible, con la diferencia que el individuo tiene conciencia de sus actos, y debe ser libre de elegir. Si el individuo desea formar parte de una comunidad, abandonar sus pertenencias y seguir al Señor, está en su derecho. Sin embargo, ese “movimiento” de agregados nace de un derecho individual, un derecho que hoy es detestado y desechado por ser “occidental”.
No se puede hablar de “complementariedad”, y luego polarizar nuestra postura para deslegitimar al otro. Lo único que ello logra es despreciar ciertos principios que pueden y deben ser perfeccionados. Einstein era sobre todas las cosas un individuo que luchó toda su vida contra el totalitarismo. El utilizar el desprecio y prejuicio para entender ciertas leyes de la naturaleza, sea humana o de la materia, es caer en la trampa de la polaridad e indoctrinamiento ideológico, irónicamente a la vez que se intenta superarlo.
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