En
la era colonial, hombres obligados a aceptar su inferioridad eran encadenados con
lazos invisibles. Sus mentes atadas por el miedo y la superstición, los
invasores prohibieron a nuestros antepasados recibir una educación. La lucha contra
un poder sustentado en la ignorancia es hoy celebrada por casi toda la
humanidad. Todavía existen, sin embargo, quienes añoran el privilegio de someter
millones negándoles la libertad de educarse. La lucha en contra la igualdad de
la mujer de los talibanes, por ejemplo, es una lucha declarada. Los talibanes celebran
abiertamente haberle disparado a Malala, una niña de 14 años, cuya cabeza se
cubrió de sangre por el atrevimiento de predicar que las mujeres tienen el
mismo derecho de asistir a una escuela.
Un
año después, su cabeza cubierta por la misma manta que uso en vida Benazir
Bhutto, Primer Ministro de Paquistán asesinada
por terroristas, Malala habló en una reunión de las Naciones Unidas:
“Declaremos entonces nuestra gloriosa lucha en contra del analfabetismo,
pobreza y terrorismo – levantemos nuestros libros y nuestros lápices, que son
nuestras armas más poderosas”. El terrorismo, aquel cáncer que colocó una bomba
en frente de la casa de un cardenal boliviano, creando un pánico que hasta hoy
perdura, ha cegado cientos de vidas de niñas inocentes simplemente por su
descaro de querer leer y escribir. Al declarar una lucha en contra del
terrorismo, la voz de Malala se une a la voz de más de un pueblo que combate
aquellos que pretenden imponer sus valores y agendas a base del miedo.
El
terrorismo es un tema complejo; las tácticas que utilizan algunos Estados para
combatirlo a veces cuestionables y en contrasentido del Estado de Derecho. En
Siria, por ejemplo, el Gobierno de Bashar al-Assad se ve obligado a torturar y
asesinar a niños y mujeres en nombre de su lucha en contra el terrorismo. Al no
unir nuestra voz de protesta al de la comunidad internacional, el pueblo
boliviano implícitamente acepta como legitimas las prácticas anti-terroristas utilizadas
por una minoría chiita contra la mayoría suni. Aplicar algoritmos a bases de
datos de llamadas telefónicas (sin escuchar su contenido) para determinar
patrones de llamadas posiblemente relacionadas a complots terroristas, sin
embargo, nos parece una violación de la privacidad, lo cual nos ocasiona profunda
indignación.
Bashar
al-Assad, presidente de Siria, aplaudió el golpe de Estado en Egipto como una
caída del “islam político”. El gobierno islámico de Morsy, aliado del gobierno
islamista de Turquía, había realizado un llamado para la unidad de la oposición
siria. Paralizado nuestro sentido ético de defender siempre principios
democráticos, no pudimos pronunciarnos sobre el golpe de Estado asestado en
contra de un enemigo (Morsy) de un amigo (Siria) de nuestro amigo (Irán); de
igual manera que durante una década hemos suspendido nuestro sentido de
indignación en contra de la agenda de los talibanes, porque debemos primero
obedecer el principio de no censurar al enemigo de nuestro enemigo.
La
afgana Sahar Gul fue forzada a sus 12
años a desposar un hombre mucho mayor. Su inocencia fue interpretada como un
acto de provocación. En represalia, la familia la golpeó al borde de la muerte y
arrancó sus pequeñas uñas. La semana pasada un juez de la Corte Suprema Afgana puso
en libertad a los tres familiares que habían sido sentenciados por intento de
asesinato, después de cumplir apenas un año de su condena. Los derechos de
Sahar parece serán nuevamente mancillados si el parlamento afgano pasa una
legislación que limita los testimonios de testigos en casos de violación y
violencia domestica.
En
una sociedad patriarcal que menosprecia el aporte de la mujer, prácticas
ancestrales conducen a muchos padres a asesinar a niñas recién nacidas en
Afganistán. Tal pudo haber sido el caso de Fawzia Koofi. Cuando Fawzia era un
bebé, sus padres la abandonaron bajo un sol ardiente. Afortunadamente, los
padres recapacitaron y no la dejaron morir. Fawzia - ahora miembro del
parlamento afgano - se preocupa por sus compatriotas mujeres, que posiblemente serán
abandonadas a los caprichos políticos y culturales de los talibanes cuando las
fuerzas internacionales abandonen Afganistán el 2014.
Resabios
medievales de un fundamentalismo represivo empieza a cobrar fuerza en una
nación indómita, que supo expulsar fuerzas coloniales del imperio británico,
soviético y norteamericano. Millones de afganos murieron en su lucha contra el
comunismo secular que su poderoso vecino del norte (URSS) quiso imponerles a
finales del siglo XX. Ahora los talibanes se proponen combatir a la democracia
liberal y derechos humanos que pretenden imponerles la comunidad internacional,
al mando de los EEUU.
Si
los EEUU utilizaron el ataque terrorista en su suelo (Torres Gemelas) orquestado
desde Afganistán para hacer un “business”, hicieron un muy mal negocio. Habiendo
derrochado mucha sangre y tesoros en páramos inhóspitos, los norteamericanos levantan
las manos ante la dinámica patriarcal local. Bajo el dictamen que guía su
política exterior (“¿Es en el interés de los EEUU?”), Washington ha perdido el
apetito de seguir invirtiendo vidas y dólares en construir naciones o dictar (imponer)
principios democráticos. Ante el vacío de poder que será creado en Afganistán
una vez abandonen ese territorio sus fuerzas militares, existe el temor que la
mujer afgana verá un dramático retroceso en las reivindicaciones políticas,
sociales y legales que han ganado, gracias a los lances militares del
imperialismo norteamericano, en la última década.
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