La libertad siempre ha sido
relativa. En la dialéctica entre socialismo y capitalismo, por ejemplo, se
debate las luces y sombras de la libertad positiva y negativa. La primera es
una libertad para avanzar una visión del bien; por lo general una voluntad colectiva
que guíe al individuo por el camino que (en teoría) conduce a una sociedad
mejor. La segunda es libertad de la opresión que ejerce el Estado sobre el
individuo, por lo que establece los límites a la interferencia de terceros en
la vida privada. La libertad positiva es colectiva, la negativa es individual.
Para evitar que el Estado se convierta
en un déspota intolerante, o que la masa caótica de hedonistas enarbole un
sinfín de caprichosas banderas personales, la sociedad requiere de un vigoroso
debate entre diversas ideas sobre lo que es la libertad.
Otra libertad que motiva un
tímido debate es la libertad de prensa. En un medio profundamente politizado,
algunos creen que un periodista no puede desprenderse de su partidismo o
ideología, por lo que su reportaje será necesariamente parcializado. Otros
opinan que la información se ha convertido en mercancía, al mismo tiempo que
asignan vastos recursos en la compra de espacios de publicidad política. Una de
las funciones del Cuarto Poder es fiscalizar al poder político,
independientemente del color de su camiseta. Por ende, es una falta de ética
solo fiscalizar a unos y permitir que los otros gocen de impunidad. Monopolizar
o tergiversar la información también atenta contra un principio básico de la democracia.
Muchos son los posibles pecados de los medios de comunicación.
Existe una salvaguarda para la
manipulación: la credibilidad. Un medio que pierde credibilidad, pierde
clientes y – por ende – pierde dinero. A su vez, si un régimen aplica métodos
autocráticos del siglo XX, ese régimen corre del riesgo de seguir los pasos de
la Primavera Árabe. En su libro, “*La Curva de Aprendizaje del Dictador*”,
William Dobson argumenta que en contraste con los regímenes autocráticos de
antaño, los modernos son más sofisticados, por lo que – en vez de una represión
abierta – ahora utilizan los medios de comunicación social e internet para
reforzar su autoridad. Por ende, incluso un medio subvencionado por las arcas
del Estado deberá ejercer cierta ecuanimidad a la hora de informar, si quiere
ser efectivo en su rol propagandístico.
Otra salvaguarda para la
manipulación mediática es la activa participación del pueblo en el debate
político. En este sentido, existe una herramienta indispensable: la libertad de
conciencia. Cuando observamos el caos y muerte en Siria, Irak y Afganistán, es
evidente que en esas tierras no existe un debate político; existe una
confrontación entre etnias y religiones. No puede existir libertad de pensamiento
cuando lo que está en juego (en la mente del individuo) es la supervivencia (o
supremacía) de su tribu. En otras palabras, no somos totalmente libres, ni
puede entrar en juego un debate de ideas, cuando lo que existe es un empate
catastrófico entre dos bandos antagónicos que – trágicamente - ocupan un mismo territorio.
En Bolivia, la libertad de
prensa es una libertad relativa. Debido al gran vacío ideológico (nota: las
“consignas” no conforman una ideología; son herramientas que conforman
estrategias de comunicación) y ante la ausencia de un verdadero debate de
ideas, lo que florece en nuestro medio es un ramillete de “*opinologos*”. Los
medios de comunicación prestan sus espacios para que “*librepensantes*” de cada
grupo político o movimiento social viertan allí sus agravios, desagravios y
revisionismos. Entonces, en vez de un ejercicio democrático, que encamine a la
sociedad a enfocarse en los grandes debates que habrán de decidir el destino compartido
(intercambio comercial, responsabilidad fiscal, estrategias de desarrollo, sustentabilidad
ecológica y contradicciones que emanan de una incipiente industrialización), lo
que tenemos es un avispero de aguijones verbales destinados a trivializar las
opiniones expuestas por el otro.
El actual contexto
político-económico (la “estructura” del marxismo) no conduce a un vigoroso
debate de ideas, conduce a un ímpetu por controlar el mensaje. En una
democracia de apenas tres décadas, con una población nacional del tamaño de una
gran ciudad china o mexicana, e ingresos millonarios producto de extraer
riqueza del subsuelo, la cultura política (o “superestructura”) está
determinada por el mismo rentismo que enriqueció a una oligarquía parasitaria.
En vez de unos cuantos que vivían a costillas del Estado, ahora tenemos una
creciente masa de empleados públicos cuya visión ideológica se limita a
defender reivindicaciones que llegan cada mes en papel moneda. Se puede
concluir, entonces, que el debate de ideas en la actualidad es aquel que
corresponde a la madurez posible dentro del actual momento histórico; un
momento caracterizado por la bonanza fácil y triunfalismo inmediato.
Los medios de comunicación
posiblemente aspiren a jugar un papel dentro del próximo proceso electoral, un
papel que se acerque al ideal del periodismo. Aquel papel de supuesto guardián,
que fiscaliza a los poderosos y proporciona
al pueblo información imparcial, sin embargo, seguramente se ve obligado a
moderar su voz en pos de su sustentabilidad económica. En juego hoy no está
debatir sobre modelos de desarrollo, conceptos de libertad o maneras de asegurar la
sustentabilidad de largo plazo de la estabilidad económica. Lo que está en
juego una porción de la torta de la publicidad que pueden pagar los poderosos,
que se disputan espacios y control del tono del mensaje. Cuando un medio de
enfrenta el peligro de los números en rojo (déficit), el imperativo de
credibilidad debe pasar al asiento trasero.
Si los medios tienen
limitaciones a la hora de informar, ¿somos totalmente libres a la hora de
debatir y pensar lo que queramos? Lo dudo. Las limitaciones impuestas por
valores que gobiernan la mente e intereses que imponen su propia voluntad son
las que determinan los parámetros del debate de ideas. Es decir, por encima de
la construcción de alternativas y mejoras a los avances de los últimos diez
años, lo que predomina la subjetividad e intereses encontrados.
La mayoría de ciudadanos votan
sin importarles un comino el contenido del plan de Gobierno, resultados o
debilidades de su partido político (el llamado “voto duro”). Una minoría
sopesa los diferentes argumentos y visiones,
para reflexionar sobre las consecuencias, peligros y bondades que ofrece cada
candidatura. Este reducido caudal de pensantes independientes podría decidir
una elección cerrada. Considerando ésta lejana posibilidad, ¿qué temas son los
que tal vez volcaría la opinión de los indecisos en una dirección u otra? Una
evaluación de los temas fundamentales (no coyunturales) que están actualmente
sobre la mesa, a meses de una elección presidencial, demuestra lo pobre que es
nuestro debate político.
Vivimos un momento en el cual
los medios que dependen de su credibilidad compiten con que los que dependen de
capacidad de vender publicidad política. La coyuntura actual hace que, en vez
de un debate de ideas, los medios se presten a avanzar la ilusión que hemos
llegamos a la libertad, bienestar y desarrollo (tareas que siempre estarán
incompletas, por grande el avance de una generación). Si bien todos parecen
abogar por medios libres, pocos reconocen que todos (incluyendo los medios)
somos medios libres a la hora de avanzar un debate político usando nuestra
relativa libertad.
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