Arkansas es un pequeño estado, algo parecido a Tarija, ubicado en la mitad norteamericana que perdió la Guerra Civil. Gracias a su eslogan, “es la economía, estúpido”, un oriundo de esa región, conocido por su debilidad por el saxo, fue elegido Presidente. Bill Clinton, un pueblerino de familia humilde, dirigió una de las bonanzas más importantes de la historia. En contraste, en Bolivia se nos vende a diario propagandas que crean una bonanza mediática, como si la economía fuese cuestión de tener buena voluntad.
En 2006, después de nacionalizar los hidrocarburos, el Gobierno adornaba las calles urbanas con gigantes anuncios pregonando su mejor deseo que en Bolivia nunca más se repitan los gasolinazos. Su lógica, llamada “falacia de la composición”, asume que tener control de los medios de producción confiere poderes mágicos, capaces de controlar voluntades, mentes y la capacidad de producción. Cinco años más tarde, nuestros poderosos empiezan a entender que la economía es cuestión de incentivos, un bien colectivo a punto de desaparecer.
Incentivos haya cada vez menos: al sector agroindustrial se lo intimida, el aliciente para empresas es cerrar sus puertas, comerciantes deben adivinar sus costos, mientras que infalibles burócratas se aferran a jugosos presupuestos, paralizados por el fantasma de Marcelo Quiroga Santa Cruz. Los empresarios no tienen incentivos para invertir, mientras que los empleados públicos temen mover un solo dedo. Incluso entre compañeros se delatan y clavan puñales administrativos, porque el incentivo mayor es hundir al oponente, incluso si viste un poncho del mismo color. La gran ironía de la economía boliviana es que está a merced de un Gobierno cuya gran propuesta política fue el arte del bloqueo, cuyo legado será bloquear el sector productivo y paralizar la inversión.
La oposición es otra víctima de esta paralización, sus cerebros colectivos anonadados por la cacería de brujas desatada por el fantasma de George W. Bush y su guerra santa contra el terrorismo. La atrevida admonición de Bill Clinton sobre la importancia de lo económico (estúpido) se queda en un comprensible lamento, un análisis de lo obvio: las familias empiezan a pasar penurias. ¿Una solución? Incentivar el empleo y la producción. ¿Cómo? La fórmula se convierte en un cansado mantra que al pueblo le cuesta entonar: reglas de juego claras. Un incentivo inmejorable para la inversión es la seguridad jurídica, una garantía que el Gobierno no ha de ensañarse con una empresa privada, como si el éxito económico fuese una traición.
El pueblo quiere soluciones. Para que las soluciones lleguen, debemos comprender que la empresa privada crea empleos e incrementa la productividad. A su vez, el Gobierno debe entender que, en vez de acosar al sector productor, debería intentar ayudarlo. Pero en vez de brindar incentivos fiscales para invertir en producción, el Gobierno parece estar empecinado en hacer cada vez más riesgoso hacer negocios en Bolivia. Lejos de crear incentivos, la política económica es una voluntad de castigar, amenazar y espantar la empresa. En vez de reducir las cargas impositivas, para que la inversión se convierta en empleos y mayor producción, el ímpetu fiscalizador se convierte en otra cacería de brujas. La energía del Gobierno se enfoca en satanizar regiones, políticos y empresarios, una malversación de nuestro tiempo y recursos. El efecto multiplicador del miedo es la paralización. Bloquear ha resultado ser nuestro arte supremo y hablar de incentivos un prohibido tabú “neoliberal”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario