viernes, 22 de enero de 2010

De Risa al Llanto

En diciembre se elevaron materialistas plegarias a un barbón de rojo, llenando de ilusiones a los más pequeños burgueses. Con beneplácito de Papa Noel – deidad capitalista- los privilegiados estrenaron juegos electrónicos de muerte y destrucción. El estupor de la resaca decembrina recién vencida, el amargo sabor a discriminación presente aún, dioses andinos llegaron en enero también a celebrar. Su voz convertida en dulces zampoñas, Túpac Katari reencarnó en millones, bendiciendo el nuevo mandato de su reivindicación histórica. La suplica de igualdad ante la ley y justicia social fue por todos compartida. Y aunque dejarlo en puro deseo traicionaría por igual la utopía de proletarios y oligarcas; el espíritu de los tiempos parece limitarse a un llanto quejumbroso de “¡ojalá!”

La inocencia de un niño es - en teoría – el sentimiento más puro; porque únicamente elevados deseos habitan su diminuto corazón. Superado el egoísmo de sus primeros gritos primales, el niño adquiere un gran sentido de pertenencia y solidaridad. Pero al hacerse grande –recubierto su frágil ego de musculatura - la ternura se transforma en abusos del más débil; un baño de testosteronas que lo obstinan con trepar la jerarquía. Habiendo obtenido fuerza, pierde el niño su inocencia, para dar rienda suelta a su simio interior.

Las presiones de la piel adolescente luego también se desvanecen, recuperando de adulto el sentido de equidad; transformando en sindéresis una ingenuidad ya magullada. El inmaduro idealismo debe atravesar por el fuego de los instintos y múltiples contradicciones de la vida. Si el niño abandona su capricho y adquiere madurez, su deseo dejará de ser voluntad abstracta, para convertirse en férreo compromiso. La inocencia del adulto no será tan pura, pero es más elevada. Todos sufrimos múltiples caídas, todas ellas provocadas por la ley de gravedad. Pero si en vez de maldecirla o ignorarla, logramos equilibrar el ser, los tropiezos del pasado se convierten en trozos de sabiduría.

La ley de gravedad es cortesía de Dios; otras leyes son invento humano. Si a un niño se le otorgase la potestad de crear normas, plasmaría en papel sus deseos más elevados. Envestido del poder para aplicarlas, son muy pocos los niños capaces de someter su delicado ego a las reglas que pretenden imponer en los demás. Desde épocas remotas, toda ley que limita la discrecionalidad se vuelve odiosa ante los benévolos ojos del monarca. Un pequeño príncipe, con poder absoluto para hacer lo que le dé la gana, tiende a abandonar su inocencia, para pasar de oprimido a opresor. Pero la culpa no es del “Niño”; es una ley no escrita de la condición humana.

Dentro del vientre de una joven democracia se gesta lentamente nuestra madurez. Tres décadas de democracia son apenas un suspiro. Por ende, no podemos - ni sabríamos cómo - aceptar nuestra “inocente” perfidia; mucho menos entender que el equilibrio no es posible cuando ladeamos caprichosamente hacia extremos. Si la constitución fue antes traicionada por el racismo y corrupción; por encima de la ley dioses de la guerra están siendo ahora enarbolados. En vez de un férreo compromiso con cumplir la nueva Carta Magna, nuestra voluntad se ha limitado a una tierna obsesión con la muerte y destrucción: de la república, inversión privada y libre intercambio comercial. En vez de fatuos sincretismos, nuestro guía espiritual debió haber prometido abandonar el sectarismo étnico-social, gobernar para todos y obedecer sus propias reglas de juego. Al compás de alegres trompetistas, deidades de febrero burlonamente corean, “¡ojalá!”

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