Injurias, hurtos, contratos violados. Mentimos con descaro, cometiendo hacia el prójimo desde las más triviales ofensas, hasta las que ocasionan gran dolor. En calles y avenidas, a plena luz del día, incontables incidentes de tránsito son rutina. Salvo casos excepcionales, que causan perpleja admiración, nadie admite su culpa. ¿Es posible que todos seamos inocentes? Salvo raras excepciones, en las múltiples transgresiones que cotidianamente se suscitan, alguien es culpable. Ante abusos e infracciones no hay inocentes. Lo que existe es impunidad.
La profesión más vilipendiada es encargada de interpretar la ley. Los abogados causan comprensible irritación entre la gente, porque deben defender incluso al asesino y ladrón. Defender al imputado de un delito requiere imaginarse aquello que posiblemente nunca ha sucedido, aceptar falsas interpretaciones, o manipular a quienes deben llegar a un veredicto. Por ende, alrededor del alma de un abogado mucho callo debe acumularse. Tal vez sean farsantes, pero sin ellos estaríamos perdidos. Los sofistas profesionales están conscientes que ejercen artimañas, gajes del oficio que los hace un tanto despreciables. No obstante, sin expertos en las reglas de juego que protejan al inocente de acosos e injusticias, incluso un mayor caos y cinismo se apoderaría de la sociedad.
Un abogado tiene el deber de ofrecer su mejor consejo legal. Si el caso especifico representa un conflicto ético, moral o personal insuperable, el abogado puede y debe recusarse. En la política sucede algo parecido. Un candidato a un puesto ejecutivo o legislativo es un sujeto también necesario para asumir la defensa de un pueblo inocente. Por muy noble su cometido, los políticos son – por lo general – ratas de dos patas: ávidos roedores de los corredores del poder. Solo los dignos de grandeza se recusan de abusar de su poder.
Un político profesional olfatea votos a varios meses de distancia. Sabe perfectamente por dónde soplan los vientos de la popularidad. Si ganar requiere cambiar de camiseta, lo hacen sin ningún pudor. Cuando Keynes alguna vez se contradijo a sí mismo y fue por ello por un periodista fustigado, respondió: “Cuando veo que estuve equivocado cambio de opinión. ¿Qué hace usted señor?”. Todos tenemos derecho a equivocarnos, o a cambiar de posición política y concepto económico cuando así la evidencia lo amerita. Eso se llama evolución del pensamiento. En contraste, los políticos - al igual que los abogados - defienden cualquier partido o argumento que le garantice ganar favores políticos.
Un político – en teoría – quiere ser elegido para defender los intereses del pueblo. Al principio es así. Con gran convicción, inexpertos candidatos se arrojan idealistamente a causas perdidas, sufriendo penurias en el escabroso sendero a la victoria. Una vez conquistada la cima, sin embargo, el poder se convierte en un elixir embriagante, apoderándose de la piel un afán de dormir siempre entre brazos del estatus amado. Una vez encimados en la jerarquía nacional, los elegidos empiezan a defender todo lo que sale de la boca, imaginación y capricho del jefe supremo. Ganar un escaño o posición ejecutiva requiere del candidato - sea del oficialismo o de la oposición - convertirse en lacayo de la versión oficial que impone la jerarquía del partido.
Un partido político no puede siempre tener la razón. Por histórico su mandato, errar es de humanos. Por muy honorable y sabia su cabeza, nadie es infalible; mucho menos un dogma que – por definición – permanece estático ante las cambiantes circunstancias. Pero la arrogancia del poder es cegador; su dominio sobre el ego del patriota implacable. Afortunadamente para Latinoamérica, dos de las más grandes figuras de principio de siglo se hacen a un costado, permitiendo que las fuerzas dialécticas de la sociedad sigan el inexorable camino a cada vez mayores y mejores síntesis entre modelos e intereses contrapuestos.
Con más de dos tercios del pueblo chileno aplaudiendo su excelente y digna gestión, Michelle Bachelet cedió el camino a la oposición. Luiz Inácio Lula da Silva, posiblemente el mejor presidente continental, también se recusa de seguir siendo reelegido. El pueblo comprensiblemente se enamora de sus personajes. Es por ello a veces difícil que una comunidad defienda sus propios intereses. Embriagados por el amor a un caudillo, a veces permitimos que impunemente se cometan las múltiples transgresiones propias del más fuerte. Aprender a defenderse del capricho del poder personal, por mucho que sea un poder por uno mismo delegado, parece ser - de todas - la más difícil elección.
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