martes, 16 de junio de 2009

EL DEVENIR DE LA HOSTILIDAD

EL DEVENIR DE LA HOSTILIDAD
Flavio Machicado Terán

Prologo

Este artículo inédito fue escrito en enero de 1990. En los casi 20 años que han transcurrido, el autor ha adquirido información y conocimiento que han transformado su comprensión - no tanto del predicamento - sino sobre la mejor manera cómo podemos resolverlo. El escrito es testamento de aquello que una mente con un bajo nivel de instrucción y gran idealismo es capaz de rebuznar. Algunos planteamientos siguen siendo acertados después de 20 años, otros son burradas producto de la ignorancia.

Artículo Escrito Enero, 1990

El instinto consumista que practican beatos de la nueva religión apaga la espontaneidad de nuestra buena voluntad, mientras que el recuerdo de amargas navidades sin dinero siguen dejado un agrio sabor a dólar. Mientras, los sacerdotes de nuestra era - economistas, científicos y politólogos del industrialismo – siguen diseñando los principios y tecnologías que permitirán el continuo crecimiento económico: panacea de la condición humana. Y así, la tradición judeo-cristiana se diluye sutilmente al compás de golpes en el pecho, ante el pragmático materialismo que demanda la modernidad. La codicia y el egoísmo se convierten en los principios más altos del orden social. El crecimiento económico se transforma en una imperiosa necesidad para el funcionamiento del mercado: eje filosófico del sistema de valores occidentales. Cuestionar el progreso material del hombre en los términos que ha determinado la obstinada búsqueda de máxima utilidad es una herejía; una herejía que no puedo evitar.

Cuestionar el afán de ciegamente buscar fuentes de explotación industrial no es lo mismo que despreciar la creación de abundancia material. Lo que aquí preocupa es que – en nuestra obstinada búsqueda de riqueza – hemos invertido valores. Mientras la felicidad humana era el añorado fin y el crecimiento económico el medio necesario, hoy el orden de prioridades es a la inversa: el crecimiento económico es el fin y máximo objetivo. Se cree que el bienestar espiritual ha de derivarse por inercia de los bienes materiales. Se consigue de esta manera subyugar a la ideología y amor por la sabiduría al pragmatismo detrás de la ley de la oferta y la demanda.

La experiencia de las sociedades occidentales - y especialmente de los Estados Unidos - nos permite observar el costo en términos humanos de esta filosofía materialista. En el mundo industrializado se da el fenómeno de la objetivización de las relaciones personales. Se da una frenética individualidad que permite una máxima movilidad física de recursos humanos, a la vez que determina un desprendimiento de dinámicas emocionales básicas del ser humano, como ser la empatía. Las dinámicas del mercado, a su vez, establecen el concepto de utilidad como única referencia y principio que rigen la conducta. Esto crea una insensibilidad social que, por ejemplo, busca solucionar el problema de la discriminación racial y de género al margen del concepto de justicia. Más bien, se define la reversión de esa discriminación en términos de las ineficiencias que dichas injusticias crean en el mercado.

Nuestra sociedad no se encuentra impermeable a este devenir histórico y a la consecuente “evolución” de valores. El desarrollo de medios de comunicación sumamente sofisticados nos conecta a los acontecimientos del mundo occidental en “vivo y directo”. En nuestro país, tanto la actual generación gobernante como la juventud, buscan ávidamente señales del norte que den luz al arduo camino que nuestra patria hoy emprende. Nuestra servil dependencia exaspera este fenómeno y crea una hiper-sensibilidad a todo principio que resulte de la experiencia occidental, especialmente si la conducta ha demostrado ser rentable. El “éxito” de la política neoliberal, conjuntamente con la caída del bloque del Este, glorifica la tradición capitalista y el sistema de valores que ésta ha determinado. Lejos de cuestionar las deficiencias de ese sistema y la crisis espiritual que el modelo ha suscitado, nos encontramos enceguecidos por su magnanimidad y benevolencia material.

En el fracaso del eje soviético de imponer su hegemonía creemos haber visualizado en su antítesis – el modelo capitalista - la supuesta cúspide de la organización humana. El problema de la existencia huma se ha reducido a formulas de crecimientos económico, mientras que todo cuestionamiento ideológico es tildado como demagógico, o simplemente idealista; nunca como espiritual o filosófico. Sin embargo, cometemos un error en nuestra ciega convicción, ya que afanadamente seguimos a un sistema que esta destinado a una profunda reestructuración en su lógica interna.

El argumento es simple: las dinámicas del sistema capitalista demandan un crecimiento indefinido, superior al ritmo de su crecimiento poblacional. Para mantenerse en equilibrio, el sistema se ve obligado a promover una demanda artificial, a su vez creada por un adoctrinamiento consumista. El imperativo de crecimiento indefinido dentro del contexto finito de nuestro planeta - que posee una capacidad limitada de renovación física - crea un conflicto entre los intereses del sistema financiero y la misma supervivencia de nuestra especie. El problema del medio ambiente, ya evidente, conjuntamente a la imposibilidad de los Estados Unidos de lograr la añorada hegemonía mundial ante la inevitable división de hegemonías mundiales con el Japón, la Comunidad Europea, URSS y China, han de diluir la influencia del sistema de valores soberbiamente impuesto sobre el planeta por el capitalismo, cuando deba enfrentarse a una realidad política, ecológica y cultural mucho más compleja que la que vivimos hoy.

Paralelamente a la transformación del sistema capitalista, es cada vez más evidente que en la sociedad occidental el espíritu del individuo se encuentra cada vez más acongojado existencialmente. Este proceso sucede debido a contradicciones entre los valores humanos que demanda el sistema de competencia perfecta y la tradición judeo-cristiana, la cual inútilmente intenta sanear la superficialidad nihilista de nuestra era. Esta tradición religiosa promueve una empatía entre los seres humanos, la cual es incompatible con las dinámicas de supervivencia en el mercado. Es así que la evolución del espíritu humano y de los valores que optimizan las relaciones entre los hombres y mujeres, debe ceder paso al pragmatismo materialista de la utilidad; un pragmatismo cuyo único dios y principio es el dólar.

No obstante su jaula de oro, el espíritu del mundo occidental empieza a sentir la necesidad de revelarse contra un orden que determina, utilizando falsas banderas de libertad y democracia, que las decisiones sobre la utilización de recursos naturales sean tomadas por las máximas expresiones del capital y la codicia (una manifestación de la democracia del dólar). Las dinámicas de poder determinan que las decisiones que afectan el propio aire que respiramos y agua que bebemos sean tomadas por los grandes conglomerados económicos, en función de conceptos de lucro, no sobre la base de una racionalidad que garantice la supervivencia del ser humano. Cohibidos por la ubicuidad del actual orden político, económico y cultural, no concebimos un cuestionamiento al orden de valores que de lugar a una revolución espiritual, para por fin reclamar los principios de armonía de justicia.

Incluso ante la hegemonía ideológica, el individuo empieza a sentirse engañado por lo que puede calificarse como el fenómeno de la moralidad “Miami Vice”. La mencionada serie televisiva intenta mostrar que el tráfico de cocaína es un crimen, a la misma vez que muestra a narcotraficantes rodeados de bellas mujeres, fabulosos autos y lujosas mansiones; la máxima expresión del sueño norteamericano. Esta intención conductista de regir el comportamiento humano bajo principios que contradicen sus más altos valores - el poder y el dinero – es una receta para el cinismo. Ante estas burdas contradicciones, el ciudadano empieza a mostrar desilusión hacia un sistema democrático en el cual las dinámicas de poder y de decisiones se basan cada vez más en el poder económico del individuo o conglomerado industrial. Se comienza a observar con gran nitidez la corrupción del sistema político, en el cual grandes potentados tienen la capacidad de comprar a jueces y senadores. Esta desilusión del pueblo norteamericano esta ilustrada por la apatía política de su población.

El conformismo cultural y político de nuestra era, el nihilismo de las nuevas generaciones, emite señales equivocadas que impiden concebir la revolución espiritual que nos depara el siglo próximo. Creemos que tanto las dinámicas ideológicas del juego político, como la realidad cultural actual, son invariables. Sin embargo, la revolución espiritual y cultural del próximo siglo ha de nacer al margen del conflicto ideológico que hoy rige el clima político mundial. Los cambios que se han de dar a nivel global estarán determinados por factores ecológicos. Es decir, el cambio será impulsado por una crisis que ha de demandar reestructurar la organización social para permitir nuestra supervivencia física. Una metáfora bíblica ilustra nuestro predicamento: el hombre aún come del fruto del saber. Aún estamos empecinados con un desarrollo tecnológico, el cual a la vez que permite el funcionamiento del complejo industrial mundial (capitalista o comunista), lleva a la humanidad al abismo ecológico. El hombre, con su capacidad inventiva y creadora, ha creado a su vez los instrumentos que permiten su extinción. En otras palabras aún no hemos sido expulsados del paraíso terrenal, pero estamos a punto de así serlo.

Ante este proceso histórico inevitable, cometemos el error de asimilar, sin cuestionamiento, lo que percibimos de la experiencia occidental; sobre todo cuando asimilamos sin comprender el complejo proceso cultural que han gestado modelos extranjeros. Al no percibir toda la complejidad del proceso evolutivo de nuestro planeta, deslumbrados por el fenómeno histórico de la era de “Reagan”, dejamos de considerar el precio que nuestra inercia intelectual, conducida por valores históricamente caducos, impone sobre nuestra propia tradición cultural. Es ante esta ofuscación histórica que nuestros políticos se dan el lujo de polarizar a nuestra población en una tendencia que peyorativamente clasifican de “populista” y otra “modernista”, términos que sutilmente reflejan una realidad y una injusticia que data desde la colonia.

Lo que sucede en Bolivia es que en 1989 aún podemos darnos el lujo de prorrogar esta dicotomía étnica y social, aún podemos postergar la búsqueda de una identidad nacional auténtica que asimile a todos los bolivianos. Nadie cuestiona la eminente necesidad de nuestro pueblo de lograr una rápida industrialización. Sin embargo, incluso para establecer un capitalismo funcional, es imperativo integrar a la población - no sólo en el proceso económico - también en el proceso político y cultural. La sociedad occidental tiene muchos aspectos rescatables, uno de ellos es la paulatina superación del racismo y la discriminación, aún cuando se logre esta conciencia en términos de eficiencia. Nuestro reto, por lo tanto es mirar más allá del presente contexto histórico. Debemos evaluar, compenetrados en nuestra propia realidad, el precio - en términos humanos - del proceso neoliberal. Sólo de esta manera podemos asimilar lo positivo de la experiencia occidental y evitar a la vez la profundización de nuestro problema social. De otra manera corremos el riesgo de exasperar el potencial de conflicto social que por naturaleza posee nuestra sociedad. El mundo, en ambos campos ideológicos, se encuentra en un proceso de cuestionamientos de los principios y valores que rigen a sus sociedades. El planeta se encuentra en un proceso de transformación, de un radical cambio de actitudes. En Bolivia también debemos cambiar las actitudes sociales que hemos heredado de la colonia. De lo contrario, al pretender abrir el surco que permite del crecimiento económico – sin superar las contradicciones políticas y culturales internas - hemos de empedrar también el camino a la hostilidad.

Epilogo Escrito Junio 2009

Una de las lecciones de los últimos 20 años es que es el verdadero falso ídolo de nuestra era es la dualidad. Por diseño del cerebro humano y arquitectura cognitiva, el dolor existencial que ocasiona una mezquindad, conduce a la simetría de ser igualmente miserables, una fuerza natural que impele a destruir la otredad. Ante el vacío conceptual que impide realmente comprender y aceptar la complementariedad del universo, es más fácil ser vilmente arrastrados al derrotero de opciones binarias, como si fuese posible extirpar instintos básicos de supervivencia. El meollo del asunto es el “egoísmo”. El ser humano no es esencialmente “egoísta” ni “solidario”. ¡Es ambos! Y necesita ser ambos. Un ser humano sin la capacidad de manifestar su enfado con aquellos que violan normas de convivencia tampoco puede ejercer su empatía. Incluso el chisme – tan odiado y ejercido a la vez por todos – cumple una función en sostener el tejido social. Pero nos resulta fácil condenar la paja ajena, incapaces de observar el leño que cargamos en el ojo. Sera consuelo de los hipócritas escuchar que sin hipocresía tampoco es posible lograr un equilibrio en el orden moral. El orden social requiere de todo el arsenal de conductas conferidas por el proceso evolutivo y gracia divina de Dios.

El planeta se torna gradualmente más solidario, cada vez más entrelazado por comunidades crecientemente conscientes de injusticias políticas, deficiencias sistémicas y crisis ecológica. La maldad propia del egoísmo miope, sin embargo, esta aun lejos de ser eliminada. Limitaciones lingüísticas e ideológicas obstaculizan una mejor comprensión del predicamento. Dualidades, al igual que la ideología, siguen siendo manipuladas, como siempre en nombre del poder. A la humanidad aun le queda un largo trecho para reconciliar el interés de largo plazo del individuo y la comunidad, una visión integral que logre reconciliar supuestos opuestos. La cultura que se está gestando en todo rincón del planeta refleja el impulso de actuar dentro de confines delineadnos por una ética de convivencia, iniciativa personal, responsabilidad cívica, sustentabilidad y reciprocidad. El concepto que captura este espíritu es “interés personal iluminado”, una palabra que releja un equilibrio entre la parte y el todo, que denota la capacidad humana de velar simultáneamente por el bien de la familia y de la comunidad. Esa palabra rompe la dualidad entre egoísmo y solidaridad, pero no forma aun parte de nuestra discusión política, o léxico elemental. Es más fácil vender al pueblo la noción que toda empresa e inversión privada está contaminada por el vicio de la mezquindad. Pero una vendetta metafísica e ignorante contra el “egoísmo” es un agenda igualmente mezquina, que se encuentra lejísimo de reflejar un interés personal iluminado. Entre lamentos revolucionarios y arengas contra el capitalismo, la dualidad de los nuevos poderosos oculta su propio egoísmo y angurria personal. Así había sido la naturaleza humana.

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