Imagínese que usted es otra persona, de una etnia y clase social distinta, y que pertenece a otra religión. Imagínese también que esa persona tiene una situación económica completamente diferente a la suya, y que tiene otro nivel de educación. Si usted es un doctor, imagínese analfabeta. Si tiene apenas lo suficiente, imagínese que ha acumulado honestamente dinero y poder.
Es muy difícil imaginarnos ser otra persona, o siquiera que hay quienes progresan con “honestidad”. Por ende, es difícil imaginar posibles leyes que sean justas para todos, sin importar etnia, género, aptitudes, o posición social. Si somos pobres, nuestro impulso natural será elaborar leyes que beneficien a los pobres. Si somos ricos, querremos leyes que defiendan nuestra propiedad. Si somos mediocres, aspiramos que todos así lo sean, y si nos creemos talentosos, buscaremos que se nos premie la desigualdad.
La igualdad es un objetivo noble, y mientras mayor igualdad exista, mayor estabilidad y paz social. Lamentablemente, es imposible imponerla. Para avanzar ese ideal, una sociedad puede avanzar el principio de igualdad ante la ley, y crear condiciones para que todo individuo tenga iguales oportunidades. El gobierno puede también implementar políticas que enmienden injusticias. Una mayor igualdad tomará tiempo, pero no es imposible.
El permitir que la desigualdad sea en beneficio de todos es una opción. La otra es - mediante una violenta lucha de clases – destruirla. La primera opción permite que un individuo –cualquiera su etnia, género o religión - acumule honestamente mayor riqueza, sabiduría y poder que su vecino. Lo importante será que lo hagan honesta y merecidamente, que compartan su sabiduría, y que las leyes impidan abusar de ese poder. Para ello, se deben crear programas que – sobre la base del talento, esfuerzo y dedicación – permitan que los más desaventajados inviertan su tiempo en estudiar un postgrado, ingresen luego a la burocracia, o emprendan su propio negocio.
Si existen individuos mediocres que han acumulado riqueza porque han abusado de un cargo público, vacíos legales o la impunidad, eso es injusto, debe evitarse y empezar a castigar. Pero los vicios del pasado no cambian el hecho que tenemos diferentes iniciativas, ambiciones, curiosidades y aptitudes. Somos diferentes, y esas diferencias pueden crear una sociedad pujante e innovadora. Si la diferencia se basa en un privilegio de clase, género o etnia, hay que corregir esa situación. Sin embargo, destruir la desigualdad es una tarea mucho más injusta y corrupta, que utilizarla para desarrollar el potencial del individuo.
Si hay personas que acumulan riqueza honestamente, que sea porque crean empleos y pagan impuestos. Si hay personas que acumulan sabiduría, que sea porque tienen ganas de estudiar mucho, y poner a buen uso la lección. Si alguien llega al poder, que sea porque el pueblo lo ha elegido. El poder que sustenta el Presidente - por definición - es desigual al poder que tenemos todos los demás. Esa es una desigualdad justa y necesaria. Lo importante es que las leyes delimiten y supervisen sus potestades, y que su temporal acumulación de poder sea por el bien de todos, y no para hacer de la justicia un desquite personal.
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