Preguntaba a amigos, en una encuesta informal, cual son los principios básicos que debían ser respetados para mantener la estabilidad política, y avanzar así un concepto de justicia en el país. La pregunta se remonta a la antigua Grecia, época en la cual solían preguntarse sobre la naturaleza de las cosas. Nuestra era parece estar caracterizada por la gran dificultad que tenemos para definir incluso los aspectos más elementales de lo que se requiere para “vivir bien”. Pocos de mis amigos deben haber tomado en serio mi pregunta, por lo menos las respuestas nunca llegaron. ¿Por qué?
Tal vez - y debería dolerme - nunca contestaron porque no me toman en serio. Después de todo, ante sus ojos seguramente soy simplemente un comentarista, sin ninguna trascendencia en el juego que realmente cuenta: la pugna por el poder. En Bolivia, ser independiente, intentar ser objetivo, y defender principios por encima de intereses políticos del clan, es ser un iluso que no comprende la realidad, o un traidor a la causa. No me duele que mi independencia intelectual pueda provocar desprecio, porque reconozco ser un romántico empedernido, y no puede dolerme que me dejen entrever una verdad.
Otra posibilidad es que no vean la necesidad de reflexionar sobre los principios básicos que requiere nuestra sociedad, porque incluso un perfecto planteamiento de esos principios, y una perfectamente razonable definición, jamás permitiría llegar a un consenso. Deben asumir que no faltaría algún trasnochado postmodernista que considere incluso el ejercicio intelectual de definir los principios, un reduccionismo racionalista impuesto por el imperio occidental. Al estar Bolivia en medio de un empate político, alimentado por una polarización sofista, deben suponer que el impase jamás será resuelto sobre la base de ideales. Por ende, consideran inútil el ejercicio, y prefieren enfocarse pragmáticamente en lo que cuenta: la pugna por el poder.
En nuestro entorno, un principio que ambos bandos demuestran no entender o respetar, es “lealtad al sistema”. Es incongruente, por ejemplo, que la oposición exija se respeten los principios democráticos (sistema), cuando está dispuesta a violarlos si su agenda política así lo demanda. Si el ímpetu de su argumento es defender la democracia, entonces la oposición debería siquiera censurar y reprochar actos que atentan contra los derechos civiles de quienes deciden no participar en los varios paros cívicos que han sido decretados. Otrora, cuando tácticas de coerción, destrucción y saqueos de la propiedad fueron utilizadas por los sindicatos, merecieron de tal reproche. Ahora que son utilizadas por los comités cívicos, ¿representan una forma legitima de protestar?
Nuestro “sistema” es evidentemente imperfecto, lleno de vacíos legales, imprecisiones y anacronismos conceptuales. Ello no justifica traicionarlo. La monumental tarea es transformarlo de tal manera que incorpore contrastantes visiones que por el momento solo comparten un mismo apetito. El debate se supone es sobre principios, y que del ejercicio democrático resultará cierto consenso. Ello requiere de convicción hacia esos principios básicos, que tanto nos cuesta definir. El único consenso parece ser sobre la “imparcialidad”, un principio que todos asumen ridículo. Temo, por ende, que confundo mi intención con algo útil, y tal vez deba limitarme a beber de mi veneno.
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