Todos los bolivianos compartimos un pasado abusivo, lleno de caprichos insensatos, mentiras y gran hostilidad. Alguna vez fuimos todos culpables de un egoísmo sin límites; y nos impusimos sobre el otro, asumiendo que satisfacer nuestras más básicas necesidades era su deber y obligación. En el pasado, yo también actué con arrogante prepotencia. Merecedor de todos los derechos imaginables, y sin ninguna obligación, aplicaba estrategias violentas, arrojando objetos, bloqueando la paz de mis progenitores, imponiéndoles mi voluntad. Era agresor y victima al mismo tiempo, y no sabía articular mi frustración. Ahora entiendo que me sentía dependiente, hostigado, permanentemente vigilado, y que tan solo quería obtener mi libertad.
Todo ser humano nace con la voluntad de ser libre, con el deseo de darle sentido a su existencia, y la típica impetuosidad de una infantil fogosidad. El espíritu de ser libres nos embarga desde que nacemos. La capacidad de aceptar y entender que únicamente la interdependencia social permite cumplir con tan noble objetivo viene después. ¿Quién no ha observado el infantil proceder de un niño que no entiende razón alguna, y que pretende imponer a la fuerza su razón? Después de todo, el sentido de justicia de un niño no contempla las repercusiones de la inmadurez con la que actúa.
Con el pasar del tiempo, el ser humano aprende a convivir, cooperar y respetar el derecho ajeno. Y aunque nuestro egoísmo y apetitos son tan solo atemperados, aprendemos a controlar nuestros impulsos y a fraternizar en armonía. Una vez comprendida y aceptada nuestra interdependencia, aprendemos a construir con mayor destreza espacios humanos que avanzan y permiten la anhelada libertad.
Hoy que somos padres, comprendemos que la mejor manera de guiar el ímpetu de libertad de nuestros hijos es mediante el ejemplo y la comunicación, y no a partir de golpes y humillaciones. Ello no es garantía que la juventud sea más gentil y considerada. Tal vez hemos reemplazado a los muchos traumatizados de ayer, por unos cuantos insolentes. Pero el proceso no se detiene, y dicta que luego ellos deberán aprender de su propia impertinencia.
Cada vez que una generación pasa la batuta, la nueva generación adapta y mejora las normas y conductas heredadas. El hijo convertido en padre puede mejorarlas, pero difícilmente puede destruirlas, y de cero comenzar. Digo, puede hacer lo que le dé la gana, pero no vive en una isla. Por ende, su conducta – para ser eficaz y tener un resultado positivo - deberá tener una mínima coherencia y respeto hacia los objetivos, normas y conductas de los demás papás. Luego el ciclo se repetirá otra vez, con cada nueva vida que nace a este mundo.
Una nación, sin embargo, no muere, y por ende menos puede darse el lujo de despreciar las reglas básicas que rigen la convivencia de su extendida familia. Necesitamos de un nuevo pacto social, de mejores leyes y horizontes que incorporen sectores que fueron injustamente marginados. Ello no justifica arrollar el debido proceso, violentar la separación de poderes, y corromper el principio de igualdad ante la ley. Confundir la prerrogativa de perfeccionar nuestro marco constitucional, con el derecho de imponer una “voluntad política” mediante urnas que solo harán eco al llanto de fáciles consignas, es forjar nuestro futuro con la filosofía que utiliza un recién nacido.
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