Solo la arrogancia humana puede imaginar que es posible controlar al amor o al tiempo. No se puede controlar aquella milagrosa celebración de la vida que florece en un corazón desafectado del ímpetu egoísta de poseer. Y el tiempo, misterioso y profundo, un día termina para todos, incluso en 5 mil millones de años para nuestro astro rey. El amor y el tiempo fluyen en una celebración que escapa los dictámenes del orden social, y del ímpetu banal de la supervivencia. Pero sobrevivir es el instinto mayor, que nos lleva a creer que debe someterse tanto al tiempo, y al amor.
Jugamos al amor, cuando en realidad es la reproducción de la especie la que gana. Jugamos a la impuntualidad, un juego en el cual gana el que no tuvo que esperar. Hago momentáneamente a un lado el sentimiento más enaltecido, para enfocar la mirada en el reloj. Los alemanes e ingleses juegan un juego de coordinación en el cual lo importante es llegar a tiempo. Ello hace más eficiente su cultura, e incrementa la productividad. Sin embargo, ¿los convierte en mejores amigos o amantes? ¡En absoluto! Simplemente hace más eficiente su economía, nacional y personal. En una sociedad donde el control proviene primordialmente del dinero, y el tiempo es dinero, es mayor la necesidad de ser puntual. El individuo puede luego controlar y ejercer el ego a través de mecanismos mucho más complejos que haciendo esperar al otro.
Nuestras culturas verticales, herencia de la mezcla entre un romanticismo andaluz, con los imperios originarios de nuestro continente, glorifican la tardanza. Queremos creer que somos pioneros de la cultura del “slow-down”. El descansar la mente del afán de controlarlo todo, y manejar mejor el estrés, es un objetivo que comparto. Pero el espíritu de respetar el tiempo del otro, e intentar el coordinar mejor, no lo contradice o contamina. Tenemos la tecnología que permite coordinar con precisión, pero no ha cambiado la cultura del retraso. ¿Por qué? Tal vez es la expresión de una agresividad pasiva, que pretende protestar miles de años de la verticalidad inca, azteca, española y maya. Tal vez es una manera de manifestar un aire de superioridad. ¡Quién espera pierde! No creo que sea ninguna de las dos. Yo creo que simplemente es un código cultural que se ha perpetuado, y que los individuos – según el diseño del cerebro, y sus correspondientes instintos – simplemente obedecen, sin reflexión alguna si lo hacen por rebeldía, o para satisfacer sus precarios egos.
Alemán, ingles o boliviano, somos autómatas que seguimos los dictados de nuestras culturas, o lo que Dawkins llama “memes”. Nuestra conducta no obedece a cálculos de utilidad del ego, o actos de sabotaje de la jerarquía. Simplemente son acuerdos “implícitos”, la famosa “hora boliviana” y demás ridículas justificaciones de nuestra incapacidad de coordinar. No olvidemos que aquí es de muy mal gusto que un invitado llegue a la hora que fue invitado. Y como vemos que los ingleses y alemanes sufren igualito, o incluso aun más de la soledad, nos damos una palmadita colectiva en la espalda y nos creemos buenos amigos y amorosos. ¡A buena hora! Ahora podemos justificar también la ineficiencia y el subdesarrollo. Hay más que decir, pero mi tiempo se acabo.
Flavio Machicado Teran
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