En la construcción de realidades humanas, la consistencia es una herramienta sumamente limitada. La ley universal es que todo cambia, y las verdades se deben a lo que existe, y no a lo que deseamos sea realidad. Los derechos humanos, sin embargo, no dependen de la agenda política de la generación de turno, y existen espacios humanos que no están sujetos al capricho político de quienes coyunturalmente sustentan el poder. Es legítimo que el pueblo instituya su voluntad mediante acciones concretas. No obstante, el derecho del individuo de profesar su verdad según lo dicta su conciencia, se contrapone a la imposición de las elites - o las masas - en cuanto a lo que éstas suponen debería ser la realidad.
Los derechos humanos son universales, pero su manifestación cultural es relativa a la vez. Pareciera ser una inconsistencia, que hace que hoy se enfrenten en una “guerra cultural” el relativismo secular, con la verdad absoluta. Según unos, los derechos humanos surgen del dictado divino enmarcado en la ley natural, y según otros simplemente corresponden a nuestra esencia humana. Cualquiera sea su origen o inspiración, existe consenso en cuanto a que todo individuo posee ciertos derecho inalienables, que no dependen del poder político, ni de la voluntad de la mayoría, y que no pueden ser abrogados aun cuando así lo desee el 56% de la población. Digamos – por decir – que en el año 2356 triunfe el fundamentalismo islámico y Bolivia se convierta al Islam. ¿Podría entonces la mayoría abolir el derecho de la mujer de mostrar su cara en público, debido a que el 56% de la población considera dicha norma la voluntad de Mahoma?
El relativismo podría resultar en injusticias que nacen de la discrecionalidad. El absolutismo puede ser igualmente violento, debido a que no permite objeción alguna. Para franquear dichos extremos, existe la posibilidad de enaltecer tanto al proceso, como al resultado. El proceso - o la manera como llegamos a una verdad - debería ser igual de importante que aquello que concluimos. Sin embargo, si se minimiza la importancia del proceso, o el mismo está sesgado hacia una sola verdad, entonces la capacidad de adaptación de la sociedad sufre. A su vez, nuestro poder de construir la realidad según los imperativos del entorno, según realmente existe - y no según deseamos exista – debe postrarse ante lo que supone la mayoría del momento debería ser “por decreto” nuestra realidad.
Si la coyuntura actual dicta que los recursos naturales deben ser recuperados por el Estado, y la iniciativa privada debe ser sofocada en nombre de la reivindicación histórica, es prerrogativa del pueblo utilizar el proceso democrático para plasmar dicha política. Sin embargo, si en el año 2356 la coyuntura hace que incentivar la iniciativa privada ofrece mejores perspectivas para avanzar en Bolivia la justicia social y el desarrollo, los procesos deberían permitir adaptarnos a lo que podría ser nuestra realidad el 2356. Pero si construimos un sistema político que impide adaptarse a nuevos entornos, e “instruye” a toda futura generación negar todo lo que es inconsistente con su proyecto “histórico”, habremos diseñado un proceso cuyo imperativo es imponer verdades relativas, de manera absoluta.
Flavio Machicado Teran
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