Es ilegal
conspirar para derrocar un gobierno electo constitucionalmente. Por lo menos es
ilegal en democracia. En Washington D.C., sin embargo, hay un llamado
apasionado para gestar la “segunda revolución Americana”. Los esfuerzos del Presidente
Obama de ofrecer seguridad médica a los más necesitados (Obamacare) han
despertado los más enraizados instintos capitalistas en una pequeña, pero muy
vocifera minoría derechista, que son cotidianamente acusados por el oficialismo
de “talibanes”, “fundamentalistas” y “terroristas”.
Debido a
reivindicaciones democráticas conquistadas en revolución, un extremista de
derecha (Larry Klayman) puede utilizar el pulpito de la minoría intransigente
para demandar que (Obama) “deponga el Corán, salga con las manos en alto y
abandone la ciudad”. Decir que Obama es musulmán es mentir, pero es también ejercer un derecho
constitucional a la libertad de expresión. Klayman tal vez ejerza un sarcasmo
de mal gusto. Lo que no hace es violar la ley. Algunas libertades en democracia amenazan nuestras sensibilidades. Ese
parece ser el precio de la libertad.
El pueblo
norteamericano también tiene la libertad de polarizarse al extremo de poner en
peligro el bienestar del resto del planeta. En ese sentido Xinhua, la agencia de prensa estatal china, hizo un llamado a crear
un mundo "desamericanizado". Si bien el Congreso norteamericano ha
dado un respiro a la inminente crisis hasta el 7 de febrero de 2014, ello no
resuelve el antagonismo congénito entre dos visiones contrastantes en el seno
de la mayor economía del planeta.
La manzana de
la discordia en el epicentro del capitalismo es precisamente el papel que debe
jugar el Estado en el complejo papel de crear condiciones básicas para la
productividad (redistribuir la riqueza/socializar la salud) que, según los
fundamentalistas del “Tea Party” es una responsabilidad del individuo, que debe
ser resuelta exclusivamente por el mercado. Obama fue elegido por una mayoría
para reformar el sistema de salud; para que mediante la intervención estatal
millones de ciudadanos actualmente sin seguro puedan participar -a un precio
razonable- del cuidado médico.
A su vez, Obama
fue elegido para poner fin a dos guerras que lograron acabar cualquier
remanente de un apetito imperial por controlar las fuentes energéticas, en nombre
de imponer la democracia. En ambos proyectos Obama ha encontrado dificultades a
la hora de cumplir con sus promesas electorales.
En el primer
caso, las normas democráticas han permitido a la vocifera minoría
anti-socialista enmarcar el proyecto de reforma al sistema de salud de
Washington como si EE.UU. estuviese a punto de convertirse en Cuba. En el
segundo caso, el mundo árabe ha entrado en un proceso histórico que -una vez el
sangriento trámite revolucionario y millones de litros de sangre apaguen fuegos
autoritarios- se destronará en esa región viejas dictaduras militares.
Lo irónico de la
democracia es que – casi universalmente – necesitó de sangrientas
confrontaciones entre hermanos. Aquellas que recuentan las heroicas campañas
que derrocaron regímenes totalitarios en el Caribe y América Latina se celebran.
También se celebra la primavera de 1968, cuando una generación idealista y
cansada de una modernidad al servicio de un consumismo estupefaciente y
conservadurismo político, se lanzó a las calles en París, para invocar un
futuro que supere las cadenas tecnológicas de una democracia funcional a las
economías de escala y grandes empresas transnacionales. En ambos casos fácilmente
se despierta en la juventud maravillosa un sentido de indignación hacia sistemas
opresivos e intolerantes.
Pero no todas
las revoluciones están de moda. La primavera árabe, por ejemplo, no ocasiona
igual indignación hacia el monopolio del poder por parte de tribus que relegan
a las mayorías a un poder político basado en el terror y yugo de la supremacía
militar. En la indiferencia hacia la primavera árabe se observa el mismo
relativismo moral que condujo incluso a las más ardientes feministas a volcar
la mirada ante la agenda talibán de relegar a la mujer a su rol de madre, con su
rostro cubierta de trapos, su mente inmersa en ignorancia, su inocencia
arrebatada en matrimonios forzados con hombres muchos mayores. Esa indiferencia
se manifiesta ahora en la indiferencia que ocasiona el ímpetu revolucionario
árabe de deshacerse de gobiernos totalitarios.
Cuando la
condición de la mujer en algunos resabios del más cruel patriarcado no provoca
indignación moral, es comprensible que seamos incapaces de evaluar la actual
situación en Libia (o Siria) con un mínimo de desprendimiento de las agendas
geopolíticas que parecen dictar el contenido de nuestra conciencia. Ese
territorio africano, alguna vez apéndice del colonialismo fascista italiano,
tuvo cortos periodos de una monarquía constitucional. Pero después de lograr su
independencia, se vio sometida al mandato de un solo hombre, que gobernó con
mano dura desde una carpa beduina que transitaba errabundamente el desierto.
Ahora que la
revolución Libia (apoyada por un cerco aéreo de la OTAN) ha finalmente
destronado al dictador, sufre los dolores de parto que conlleva moverse de un
régimen autoritario, a una incipiente democracia. En ese sentido, Libia comparte
con EE.UU. algunos hitos. Este último, por ejemplo, también tuvo ayuda
extranjera (Francia) cuando en 1775 luchó por abolir el yugo del monarca inglés,
también tuvo épocas en la que vasta extensiones de su territorio no contaban
con la presencia del Estado (viejo Oeste), incurrió en una guerra civil que
costó la vida del equivalente a 7,5 millones de norteamericanos (2,5% de la
población) y sufre de una polarización que induce a una minoría a tomar como
rehén a la economía.
Obviamente también
hay diferencias. Libia, por ejemplo, “aun no existe como Estado” (Ali Zeidan,
Primer Ministro de Libia). Por ende, suponer que en Libia se puede establecer
una democracia de inmediato es una ilusión. Libia no tiene experiencia
democrática alguna. No obstante las diferencias, existen también coincidencias,
que deberían llamar a la reflexión, incluso en este contexto de polarización
que conlleva una paralización moral, donde los poderosos definen que constituye
una indignación o preocupación legítima.
Debería
preocuparnos que en EE.UU., al igual que en Libia, pequeños grupos
fundamentalistas pongan en peligro la estabilidad nacional en nombre de sus
intereses ideológicos y sectoriales. Debería preocuparnos que, incluso en la
economía más poderosa del planeta, la democracia siga siendo un proyecto
inconcluso, en el cual todavía se está perfeccionando los mecanismos que
permiten dirimir conflictos entre grupos antagónicos dentro de un marco
constitucional que respete los derechos de todos, incluyendo minorías.
La democracia
no es juego fácil. En un extremo existe el peligro de una dictadura de las
mayorías; en el otro, que un pequeño grupo tome de rehén la convivencia y
estabilidad. Al margen de la construcción de un mundo multipolar y economía
mixta, también debería preocuparnos que la democracia sucumba; o a la hegemonía
de los que ganaron (con votos o fusiles), o al ímpetu de una minoría vocifera y
bien organizada. Vivir en democracia, después de todo, es dirimir diferencias
entre grupos e intereses antagónicos, en un marco de legalidad y civilidad, sin
caer en hegemonías o anarquismos. Las naciones son una amalgama de diferentes
etnias, visiones, regiones, religiones e intereses. Siempre habrá diferencias
que se deben reconciliar. Por ende, ni mayorías ni minorías deben tener la
prerrogativa de secuestrar la convivencia pacífica y democrática de una nación.
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