Poner comida sobre la mesa,
esa es la cuestión. El nuevo grito de
guerra, por ende, es seguridad alimentaria, una consigna que nutre la terquedad
ideológica y paranoia colectiva. Naciones sin grandes extensiones de tierras
fértiles comen bien, porque en lugar de declarar su hostilidad al intercambio
comercial, crean condiciones para incrementar su productividad. Suiza, país
enclaustrado y Japón, isla sobrepoblada, importan casi el 50% de sus
calorías. Naciones que producen valor
agregado y desarrollan ventajas comparativas (a veces con cacao importado), no
necesitan invertir en plantaciones de maíz.
Un pueblo que come todo tipo
de cuentos traga fácil la retórica de autosuficiencia. Atormentados por los peligros extranjeros, algunos
no entienden que lo importante es crear condiciones para la productividad e iniciativa
privada. En México, por ejemplo, se importa el 30% del maíz, alimento básico de
su canasta familiar. La tierra del nopal está a punto de superar la economía
brasileña. No obstante, se cuestiona a los aztecas por no producir el 100% del componente
básico del taco. México crea más empleos
produciendo bienes con valor agregado. El retorno marginal decreciente del maíz
hace más atractivo importar parte de la demanda. Entonces, ¿por qué asumir un
costo de oportunidad en algo que otros producen más eficientemente? El bienestar
se mide en empleos, no índices de autosuficiencia en maíz.
Tener una ventaja comparativa
es como la relación entre zapatero, albañil y profesor, cada uno especializado en
su arte. En el mercado de bienes y servicios, intercambian lo que produce (calzado,
casa o conocimiento) con los demás miembros de la comunidad. Pero si una
familia debe aprender a edificar su propia morada, vestir y educar a sus hijos
– sin necesidad de los demás – invierte pobremente sus recursos, al igual que campesinos
en idílicas praderas medievales, o escasas comunas que todavía moran en el
altiplano.
La fantasía de la
autosuficiencia se basa en la premisa “¿qué pasa si el otro se niega a
venderme?” El escenario apocalíptico tal vez sea válido para un mundo de escasa
civilización, donde tribus reemplacen naciones, para someter sangrientamente al
dominado en un juego de “suma cero”. Una dosis de paranoia siempre es buena, ya
que “todo puede suceder”. Otra dosis de mentalidad tribal es inescapable y tal
vez incluso saludable. Pero una regresión a la economía autárquica de ancestros
originarios tal vez sea prematura.
Japón restringe la importación
de arroz, no por lógica económica, sino por costumbres que veneran la tradición
por encima del resultado. Al igual que México, Japón puede darse el lujo,
porque exporta bienes con valor agregado. México no necesita ser autosuficiente
en maíz; lo que necesita es desarrollar una economía competitiva que permita al
Estado importarlo, para que el pueblo coma tortillas a precio subvencionado.
La autosuficiencia es un falso
debate. El peligro está en repetir el error del 52´, fragmentando la tierra para
castigar al terrateniente. La seguridad alimentaria proviene de economías de
escala, tecnología e inversión en la agroindustria; un apetito por seguridad
jurídica y tenencia de tierra hipotecable que no está siendo saciado. Crear condiciones
para producir más y mejores bienes y servicios es otra fórmula usada por pueblos
sin hidrocarburos para derrochar; una receta que hace a México cada vez más
competitivo, permite subvencionar el maíz y crea los empleos que ponen sobre la
mesa carbohidratos importados.
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