jueves, 1 de marzo de 2012

Placer de Coordinar

Reloj que marcas las horas, lograste para los británicos un imperio global. Sin coordinación hubiese sido imposible conquistar naciones en todo continente. Un ejército que avanza desorganizado no gana batallas. Avances tecnológicos en el reloj (siglo XV) le dio a ingleses, franceses y alemanes una ventaja competitiva sobre otras civilizaciones.

Para los románticos del retraso, el Big Ben de Londres es un símbolo nefasto del despreciable instinto de dominación. Para los rebeldes del mundo mecanizado, llegar tarde es más que un sentido de elegancia; es repudiar la civilización, para acercarse a la naturaleza, indómita, caótica en sus ritmos prolongados.

Pero la naturaleza es coordinación, una realidad incomprendida por igual en la izquierda y derecha fundamentalista. El dictamen de la evolución, por ejemplo, es cooperar; forma suprema de la coordinación. Confundir el dictamen darwinista de la “supervivencia del más apto” por “la supervivencia del más fuerte” es ignorar el diseño cósmico. Aquello que comprueba ser la mejor estrategia de supervivencia en todo animal social es la cooperación. Por ende, no es el más fuerte el que sobrevive, es el más cooperador.

Del reloj al teléfono celular; las culturas que encuentran placer en coordinar hacen honor al imperativo tanto de religión y naturaleza: “cooperar los unos con los otros”. El éxito de sociedades organizadas y su capacidad de coordinación no es casualidad; es reflejo de una ética elemental. Súbditos de naciones que conocen los horrores de la desorganización encuentran placer en llamar al otro para informar que el tráfico está muy pesado y que llegará a la reunión un poco tarde.

Pero el dolor que causa aquí tener que “dar explicaciones” palidece ante el dolor que causa el resquebrajamiento de la credibilidad. Nadie cree en nadie. En vez de un acuerdo creíble, la norma es el engaño institucionalizado. “Nos vemos a las 8”, no quiere decir lo que predica el enunciado. Nadie asume que el contrato verbal es literal: el convenio es discrecional y figurativo. ¿Qué sentido tiene entonces coordinar? Es mejor dejar el encuentro al azar y paciencia ajena, un desperdicio del tiempo de aquel dispuesto a honrar un compromiso. Quien pierde es la productividad, la legalidad, la fibra social que hace esa seguridad jurídica que nace desde abajo: la palabra personal.

El dolor mayor es la pobreza en medio del tesoro de nuestra riqueza natural. Atenuante temporal a la miseria vino cortesía de un alza en el precio de nuestro gas y minerales. En el mediano plazo, solamente la creación de empleos logrará que vivamos bien. Para ello se requiere de inversión, la cual requiere a su vez de credibilidad en los contratos contraídos, una premisa básica que parece causar mofa en aquellos que consideran “seguridad jurídica” una consigna “neoliberal”. ¿No causa dolor el espantar la inversión privada?

Otro dolor lo causan cotidianos avasalladores de la cooperación, delincuentes de la coordinación que a diario bloquean intersecciones; o mezquinos inquilinos que se apropian de una casa ajena, loteadores que se afincan en terrenos de lo demás. Si el reloj creó un imperio, también marcó su final. La coordinación hoy tiene propósitos más elevados que la conquista. La pregunta es, ¿cuándo encontraremos aquí placer en obedecer la ley, honrar contratos y respetar la propiedad y tiempo ajeno? Mientras el placer esté en la picardía criolla, jamás se organizará el verdadero proceso de cambio. Pero el dolor siempre llega - a su debida hora - a los hombres de pobre voluntad.

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