Un cavernícola pintaba un antílope, regocijándose bajo la estalactita de una cueva. Como veía que nadie aplaudía, fue a buscar un camarada. Vino un camarada, vio la rustica pintura del antílope e inmediatamente se le antojó una piernita a las brasas. El orgulloso cavernícola miró a su reducido público con ganas de un elogio, pero el camarada empezó a balancear su mano en forma de capullo (ver: lenguaje corporal argentino) en la primera expresión de “que carajos es esto”. En un solo momento de la historia de la humanidad nació el primer artista, la primera publicidad y el primer critico envidioso.
Un cavernícola con tufos surrealistas empezó el arte. La cultura vino muchísimo después. Remontarse a aquel instante en el que nuestro primer antepasado, con un lenguaje reducido a gruñidos, se maravilló de un cielo pintado de anaranjado y pensó por dentro, “¡qué hermoso atardecer!”, es remontarse al principio de la mismísima civilización. Lo hermoso tuvo un primer día. La cultura vino después, cuando además del lenguaje, el ser humano perfeccionó el arte de los símbolos. Con cada avance en la gramática y tecnología de la tinta-papel-papiro, vino la petulancia de aquellos que se consideran dueños del buen gusto; anacoretas protectores de lo bello, parásitos que viven de la legítima expresión de la cultura, arropados en pieles robadas de la tradición.
Mozart posiblemente fue víctima de los críticos del arte, fortuna compartida por Schubert, Wagner y George Michael. Cuando el dominicano Juan Luis Guerra se graduó de Berkeley College Of Music, para luego fusionar el jazz con sonidos caribeños, los puristas del acerbo caribeño catalogaron su música de “aberración a los cánones del merengue” establecidos, entre otros, por el maestro Rafael Solano (googléenlo). Lo que era antes música cuasi-satánica (Beatles) hoy es música adorada universalmente. Los Rolling Stones, chicos malos de antaño, hoy apaciguan a doñas malhumoradas que se relajan en lujosos autos con una versión Bossa Nova de “Satisfaction” (que de todas mangueras “they can´t get, no”).
Con la excepción de Juan Luís Guerra, devoto entregado a su religión, la mayoría de artistas no son ajenos a una noche de copas, una noche loca (María Conchita Alonso). Desde que aquel otro “primer humano” que por primera vez sintió en su paladar un nuevo saborcito – y en su cabecita primitiva un ligero chispoteo después de beber un jugo de uva fermentado - la cultura de la humanidad empezó su larga relación simbiótica con aquello que vulgarmente se conoce como “joda”.
Relacionar el consumo del vino con la construcción de la cultura seguramente le dará a los puristas ganas de gritar, “¡herejía!” Al igual que aquel primer camarada en una cueva rupestre, incapaz de entender una nueva expresión del espíritu humano, los cancerberos de la tradición prefieren satanizar a los bohemios, tildándolos de “espíritus torturados”. Como su costumbre es preservar y mercadear el arte, a la vez de criticar a los demás, no entienden el misterio del proceso de crear, mucho menos cuando ese proceso tiene un componente de “joda”.
Los artistas, humildes y mal pagados artesanos de la cultura, son seres incomprendidos. Su “joda”, al igual que la de humanos que son creativos en diversas actividades manuales, estéticas, sociales e intelectuales, no debe confundirse con la joda de malos borrachos que - en la caverna de su cavernícola cabeza - dibujan con palabras puras güevadas. No toda joda forja cultura, pero sin una ocasional “joda” sufre la creatividad, sufre la tertulia y – en la construcción de la cultura - sufre la maldita honestidad.
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