“Masa crítica” es la cantidad de personas necesarias para que una conducta/valor sea imitada por la mayoría de los demás. Por ejemplo, cuando el 5% de población empieza a utilizar una nueva técnica de producción, asume como cierto un descubrimiento, o adopta una refinación moral, ese nuevo hito tal vez tenga “masa crítica”. Para que sea “masa crítica”, el fenómeno/conducta debe adquirir una dinámica propia que le permita sostenerse y crecer. “Masa crítica” es el umbral que atravesamos, una y otra vez, en el arduo camino a la evolución.
Pero una cosa es que más del 5% de la población adopte nuevos valores, tecnologías o conocimientos; otra cosa es que las masas crezcan y crezcan, llegando a números insostenibles, convirtiendo a la urbe en una plaza insoportable.
Gente a borbotones, bocinazos, caprichos, caos vehicular. ¡Si tan solo hubiese menos gente! Agréguenle a la crisis urbana una crisis ecológica. El animal más exitoso se reproduce cual plaga, para consumir recursos y extinguir otros animales a un paso cada vez más acelerado. Al imperativo religioso se conjuga el imperativo capitalista de reproducirse, consumir y conquistar. Si bien el planeta azul es un paraíso fecundo y generoso, es menester del ser humano empezar a reducir las masas de humanos que nacen cada día.
Pero una cosa es imprimir racionalidad al ímpetu cultural e instinto básico de tener una gran prole; otra muy diferente es menospreciar el gran aporte y bendición que significa ser millones de millones, concentrados en urbes, que permiten las economías de escala que han sacado al ser humano de la miseria, dotándole de condiciones básicas de supervivencia, para colocarlo en el umbral del progreso y libertad.
Sin una masa crítica de hermanos, la vida sería perversa, breve y brutal. Sin millones de ciudadanos compartiendo aceras, colegios, clínicas y mercados, estaríamos dedicados por completo a resolver dos necesidades básicas: alimentación y seguridad. Gracias a una población de millones, tenemos la libertad de asumir una pluralidad de oficios y la bendición de tener tiempo libre para amar, descansar, cultivar arte y espíritu; sin tener que dedicar la vida a cosechar, recolectar, cazar y defender a nuestro hogar de amigos de lo ajeno.
La civilización, con sus leyes y aparato productivo, permite por lo general convivir en paz y armonía. Pero por muy moral sus ciudadanos, la premisa que “cada quien debe auto-gobernarse” es una oda anarquista que – sin importar la masa crítica de piadosos y honestos ciudadanos – jamás ha de erradicar la necesidad de la policía.
Ante el caos vehicular, se necesita imponer normas que castiguen aquellos que contaminan con alarmas y bocinazos, o bloquean con gran impertinencia. Ante el caos social, el Estado debe interponer las instituciones que resguardan la paz y el orden ante los intereses sectoriales, especialmente cuando grupos violentos violan derechos mayoritarios.
Una cosa es el derecho a la protesta, otras es secuestrar impune y cotidianamente a la población. A su vez, la policía no puede ser peón político, que interviene marchas ajenas, pero protege marchas afines a quienes firman sus sueldos. Rebasada ya varias veces, la policía pierde credibilidad. La oposición no ayuda cuando pinta como “represión” toda intervención violenta. Ante turbas enardecidas, la violencia a veces es legal y necesaria. Pero las masas son rápidas a la hora de criticar a la policía, cuando en realidad la capacidad de imponer el orden (no suplicarlo) es la que hace que la convivencia de millones sea una bendición.
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