La reciprocidad no es un indicador, es una herramienta. En épocas arcaicas, cuando no existían bancos, ni monedas, la reciprocidad era la mejor manera de invertir los excedentes de producción. En la lejana antigüedad, mucho antes de los refrigeradores, dinero o mercados, la familia producía para su consumo personal. En épocas de cosecha, si la familia producía – por ejemplo - más tomates de los que podía consumir, el excedente de tomates simplemente se pudría. ¿Qué hacer? ¡Regalar los tomates al vecino! (antes que se pudran, por supuesto). De esa manera el vecino adquiría una deuda moral con el productor de tomates. Al año siguiente, cuando era la familia vecina quien producía un excedente de huevos de gallina, ¿adivinen a quien se los “regalaban” (antes que se pudran)?
La reciprocidad nació en un mundo hostil, carente de mercados y medios de intercambio comercial (dinero), como una manera genial de evitar que se pudran los excedentes de producción. Con la invención del dinero, el desarrollo de leyes y mercados cada vez más sofisticados, la familia no tenía que depender de la buena memoria (o talante moral) del vecino. El productor podía ir con sus tomates o huevos de gallina al mercado, recibir a cambio un bien no perecedero (dinero) y – con el tiempo – ahorrar ese excedente. Ese “mercado” permitió a los aztecas intercambiar productos con incas muchos siglos antes de la invención del “capitalismo”. Pero para los románticos del impoluto noble salvaje de Rousseau, el mercado - y toda herramienta basada en el dinero - es equivalente a capitalismo salvaje, corruptor de la buena moral.
El dinero es una herramienta. El capitalismo salvaje del siglo XIX y la especulación financiera del siglo XX son aberraciones inmorales que deben ser eliminadas. Ya no hay lugar para la explotación del trabajador, ni para el irresponsable agio mediante herramientas financieras que han destrozado los ahorros de millones de familias de trabajadores y ha postrado al mundo entero ante el pánico de una nueva recesión. Pero el dinero sigue y seguirá siendo una de las invenciones más geniales. Lo que el ser humano haga o deje de hacer con las herramientas que ha desarrollado es tema aparte.
La reciprocidad funciona entre grupos pequeños de individuos, que pueden implementar herramientas sociales para asegurarse que nadie viole el sistema; herramientas que incluyen el chisme, la censura moral, la presión social y el insulto. Debido a que hoy hay familias con mayor poder político que otras, existe el peligro que algunas reciban mayor reciprocidad que otras, sin poder político. A su vez, las familias obtienen los recursos para ser recíprocos en el mercado, donde venden sus servicios o productos para obtener el dinero con el cual luego “generan valores espirituales” en ferias, fiestas y matrimonios. Pero los sacerdotes del apocalipsis predican que, en lugar de complementariedad entre la reciprocidad y el mercado, lo que existe es una “oposición” (Layme Pairumani).
¡Tanto hablar de complementariedad, para luego ver el mundo en blanco y negro! Las nuevas generaciones, por suerte, no son tan fáciles de embaucar y buscan integración y progreso, no autarquía social. La reciprocidad es una forma de empatía y - Dios sabe - necesitamos una dosis mayor de una fibra moral que nos haga más sensibles y comprometidos con el sufrimiento ajeno. Pero la manera de avanzar la justicia social y solidaridad no es satanizar el ahorro, la inversión o productividad; herramientas que demuestran ser capaces de crear la riqueza con la cual el día de mañana (sin las mañanas, imposiciones, ni asimetrías de poder que gobiernan al “pequeño grupo”), uno puede ser reciproco con toda su nación: pagando impuestos, creando empleos, desarrollando industrias. Esos son indicadores de la salud económica y bienestar del pueblo, no un concepto maniqueo y manipulado de “reciprocidad”.
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