Ni calentamiento global, ni formación simétrica del sol el 2012 con el corazón de nuestra galaxia: el fin de la civilización podría ser cortesía del caos en las calles, producto de la indignación. El maremoto de frustraciones con la democracia se gestó en Grecia, mismísima cuna del sistema. La crisis económica global ahora pone en tela de juicio un régimen político que, al permitir la concentración económica en manos de unos cuantos, ha socavado sus propios pilares. La premisa básica de los llamados “99%” que ocupan Wall Street, Roma, Toronto y otras tantas ciudades, es que hay poderes económicos que gobiernan el planeta sin apetito alguno de un diálogo sincero con pobres marchistas cuyos empleos están siendo reemplazados por alta tecnología.
En nuestra propia comarca, vemos como los “pisa cocas” de ayer están siendo reemplazados por modernas maquinas de lavar ropa, que exprimen savia divina de la hoja sagrada, para generar la pasta de uno de los diez negocios más lucrativos del planeta: cocaína. Con su bestial plusvalía el narcotráfico construye submarinos, se compra jueces, policías, políticos y armas de última tecnología, para poner de rodillas a gigantes. Los efectos de la concentración de dinero de unos cuantos empresarios de la coca, dispuestos a torturar y decapitar con tal de mantener su férreo control de rutas privilegiadas a mercados del norte, son evidentes. En el norte de México las muertes violentas superan conflictos armados en todo rincón del planeta. Pero mientras la concentración de poder en manos de unos cuantos capitalistas causa indignación afuera; aquí adentro la concentración de divisas en manos de agricultores que cosechan toneladas de alcaloides parece ser simplemente una inocua redistribución del poder.
El antídoto a las lacras de la democracia representativa, que se acomoda a los intereses sectoriales de aquellos con mayor poder económico, parecía ser la democracia directa. Es decir, en vez de senadores y diputados en manos de los más adinerados, que se compran la lealtad de los legisladores, el pueblo debería dictar los lineamientos y decidir con su voto directo la dirección de la justicia y la nave del Estado. En ese sentido, la elección de magistrados a las cortes superiores ha resultado ser un ejercicio contraproducente, ya que las grandes mayorías no tuvimos ni la más pálida idea de quienes eran candidatos a administrar nuestra justicia. En consecuencia, el pueblo se manifestó indignado, para plasmar con su voto nulo su desaprobación de un proceso electoral visto – por voto directo - como ilegitimo.
La justicia boliviana no se ha vuelto más democrática. Al igual que la política, se ha vuelto más sectorial. Con el campo enfrentado a las ciudades, el pueblo empieza a replicar la indignación de otras latitudes en contra los males de un poder concentrado en pocas manos. Para expresar dicha indignación, ¿a quién tendríamos que ocupar? Descartemos de inmediato la capital, donde hay solo estudiantes y autoridades procesadas por pecados idénticos a los de Yucumo. Tal vez habría que ocupar La Paz, pero la bolsa de valores incipiente no maneja grandes capitales y la Plaza Murillo es buena solo para repartir dadivas a fieles feligreses. Mejor sería ocupar Santa Cruz, pujante metrópolis con una economía vibrante, donde grandes empresarios crean fuentes de empleo para beneplácito de inmigrantes de todo rincón. Pero si queremos ir al corazón de la concentración de poder político y económico en nuestro territorio, tendríamos que llenar mochilas de repelentes, una bolsa de dormir liviana y marchar hacia el trópico valluno, para ocupar Chapare, donde viven otros ricos que tampoco pagan impuestos.
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