Hazte dueño del mensaje y serás rey. La receta, antigua como la humanidad, nace con sacerdotes que hablaban en nombre de dioses que protegían al clan de tribus forasteras. Cual monarca anunciado por Dios, el autócrata se adorna de principios básicos para aterrar al pueblo y someterlo a su poder. En Egipto, una dictadura basada en el sentimiento nacionalista se desmorona. Victimas durante 50 años de la ilusión y pasión compartida, el pueblo permitió que aquellos que se adueñaron del patriotismo se convirtieran en dueños de toda su nación. Habiendo sido mil veces esclavizados por consignas poderosas, el pueblo egipcio una vez más enaltece el proceso por encima de su destino final.
Las revoluciones de antaño colocaban sus nobles objetivos por encima de todos los demás. Las injusticias mayores fueron cometidas en nombre de los ideales más enaltecidos; sangre que sigue corriendo en nombre de lo más justo y sagrado. Pero una nueva revolución empieza a ganar mentes y corazones. Surge un espíritu que abandona palabras vacías por procesos dinámicos; que hace un lado el fetiche de las viejas efigies para abrazar el eterno devenir. Las nuevas generaciones integran el errático movimiento del electrón, para favorecer el dinamismo de las reglas de juego, por encima de un estático objetivo final. Los días del maquiavélico dictamen “el fin justifica los medios”, giran velozmente a su muerte.
Miles de años atrás empezó en Egipto una marcha a la Tierra Prometida, una promesa que ha sido convertida por varios en dogma una y otra vez. Egipto es símbolo de otro tipo de marcha, un desplazamiento que nos acerca a venerar, con madura devoción, los pasos que van marcado el camino. Revoluciones van y vienen, pero la de Egipto es emblema de una pirámide invertida. Entender la importancia del debido proceso, de las normas de convivencia, de los derechos inalienables de las minorías, puede permitir a enterrar poderes populistas, momificados por la envoltura propagandística de una consigna repetida una y otra vez.
Egipto transforma el significado de “proceso”, “histórico” y “cambio”. En Egipto, cuna de la civilización, las verdades ancestrales deben ceder ante una unidad que trasciende el patriarcado, sectarismo religioso, ideología política y prejuicios típicos del privilegio enraizado en la cultura vertical, para exigir un sistema verdaderamente democrático. Este movimiento popular fue liderado por una nueva generación, que se vuelve cada vez menos dogmatica, más dispuesta a aceptar el proceso dialectico y construcción de las verdades a través de una danza tolerante con fuerzas de la oposición. El proceso será gradual, un lento salir de la oscuridad de la catacumba estatista/sectorial. Pero si Egipto logra instituir instituciones y normas que privilegian el proceso por encima del resultado, habrá colocado la piedra angular de una revolución secular, liberal y verdaderamente democrática.
El faraón intentó frenar el proceso de cambio verdadero atizando la desconfianza natural del pueblo hacia tribus forasteras. La prensa extranjera fue culpada en los medios del Gobierno derrocado como “agentes del imperialismo” (con coro de los hipócritas-alaba-Assange). El Gobierno intentó, desesperado, vender la revolución como una conspiración extranjera. Pero el pueblo egipcio ya no compra consignas nacionalistas y reluce su soberana decisión de redimir el proceso de permanente cambio, que había sido secuestrado por aquellos que se adueñaron del espíritu tribal de toda una nación. La revolución nazi-estatista no podrá contra las revoluciones por minuto de un nuevo mundo digital. Q.E.P.D.
sábado, 12 de febrero de 2011
martes, 8 de febrero de 2011
Frontera Marítima
La producción nacional no es de exportación. Las fronteras son celosamente guarecidas precisamente para evitar que los empresarios bolivianos hagan negocios en Chile, Paraguay, Brasil y Perú. Ahora que las negociaciones con Chile para salir de nuestro enclaustramiento avanzan a paso acelerado, surge la pregunta, ¿necesitamos acaso una frontera más que controlar? Cuando el mayor y más rentable producto de exportación cuesta en destino más de $ 50,000 dólares el kilo, uno supondría que la vía aérea es la opción más costo efectiva.
Una salida al mar ha de requerir invertir en un puerto marítimo. Con un satélite chino a punto de entrar en órbita, habrá que agregar ese costo al menguado presupuesto. Tanta preocupación con la interconectividad invoca un pregunta ¿el modelo de desarrollo boliviano es autárquico, o es un modelo afín con la globalización? Un satélite chino sirve para popularizar precisamente las tecnologías que están sepultando a tiranos en otras partes del planeta. Un puerto marítimo sirve para exportar, algo que no es precisamente nuestra especialidad. Y aunque la naturaleza ha sido con nosotros generosa, Bolivia importa alimentos de naciones que alimentan una población varias veces mayor. De seguir la tendencia, estar más conectados al mundo solo hará más posible que las “contradicciones dialécticas” estallen en nuestro “face”.
Naciones vecinas exportadoras de alimentos pertenecen al mismo planeta, no a una comarca extraterrestre, exonerados de los agravios del calentamiento global que justifica nuestro fracaso. Esos países vecinos alimentan el triple de nuestra población con casi la misma extensión territorial. ¿Será que el calor y contaminación fruto de los chaqueos hace que Bolivia tenga una crisis climática que elude a Colombia, Chile, Perú y Uruguay? La buena noticia es que con una salida al mar, Colombia podrá exportar más rápido y barato los millones de quintales de azúcar que aquí necesitamos.
En Bolivia está prohibido exportar varios de nuestros mejores productos. Es irónico que, justo cuando estamos más cerca a una salida al mar, sea justo cuando el sector exportador enfrenta más trabas para expandir sus actividades. Para entender la ironía, observemos una campaña del Ministerio de Economía y Finanzas, que analiza el alza mundial en el precio del azúcar con una lógica selectiva. Cuando le conviene, el Gobierno acepta y utiliza la ley de la oferta y la demanda: “a menor oferta global, mayor el precio internacional”. Pero cuando debe brindar excusas, la menor producción interna se convierte en agio y especulación. Cuando le conviene, la culpa es del cambio climático; cuando no le conviene, culpables son los empresarios. Con esa lógica tal vez marean la perdiz, pero ni por mar lograrán exportarla.
Fortalecer la moneda nacional y una mayor burocracia en fronteras perjudica las exportaciones. Pactos políticos con quienes tenemos un magro intercambio comercial, en perjuicio de una relación sana con mercados que si compraban productos bolivianos, perjudica al agro. La lógica de nuestro “libre comercio” obedece a prioridades ideológicas, y no a la idoneidad de la propuesta comercial. . Si mañana tenemos una salida soberana al mar, ¿qué vamos a exportar por nuestra flamante frontera marítima? Pocas naciones se preocupan más por evitar que sus productos salgan, que por controlar los que entran a su país. Con o sin salida al mar, los productos bolivianos no se van, ni irán, al exterior en barca; una preocupación menos para la política de prohibición de la exportación.
Una salida al mar ha de requerir invertir en un puerto marítimo. Con un satélite chino a punto de entrar en órbita, habrá que agregar ese costo al menguado presupuesto. Tanta preocupación con la interconectividad invoca un pregunta ¿el modelo de desarrollo boliviano es autárquico, o es un modelo afín con la globalización? Un satélite chino sirve para popularizar precisamente las tecnologías que están sepultando a tiranos en otras partes del planeta. Un puerto marítimo sirve para exportar, algo que no es precisamente nuestra especialidad. Y aunque la naturaleza ha sido con nosotros generosa, Bolivia importa alimentos de naciones que alimentan una población varias veces mayor. De seguir la tendencia, estar más conectados al mundo solo hará más posible que las “contradicciones dialécticas” estallen en nuestro “face”.
Naciones vecinas exportadoras de alimentos pertenecen al mismo planeta, no a una comarca extraterrestre, exonerados de los agravios del calentamiento global que justifica nuestro fracaso. Esos países vecinos alimentan el triple de nuestra población con casi la misma extensión territorial. ¿Será que el calor y contaminación fruto de los chaqueos hace que Bolivia tenga una crisis climática que elude a Colombia, Chile, Perú y Uruguay? La buena noticia es que con una salida al mar, Colombia podrá exportar más rápido y barato los millones de quintales de azúcar que aquí necesitamos.
En Bolivia está prohibido exportar varios de nuestros mejores productos. Es irónico que, justo cuando estamos más cerca a una salida al mar, sea justo cuando el sector exportador enfrenta más trabas para expandir sus actividades. Para entender la ironía, observemos una campaña del Ministerio de Economía y Finanzas, que analiza el alza mundial en el precio del azúcar con una lógica selectiva. Cuando le conviene, el Gobierno acepta y utiliza la ley de la oferta y la demanda: “a menor oferta global, mayor el precio internacional”. Pero cuando debe brindar excusas, la menor producción interna se convierte en agio y especulación. Cuando le conviene, la culpa es del cambio climático; cuando no le conviene, culpables son los empresarios. Con esa lógica tal vez marean la perdiz, pero ni por mar lograrán exportarla.
Fortalecer la moneda nacional y una mayor burocracia en fronteras perjudica las exportaciones. Pactos políticos con quienes tenemos un magro intercambio comercial, en perjuicio de una relación sana con mercados que si compraban productos bolivianos, perjudica al agro. La lógica de nuestro “libre comercio” obedece a prioridades ideológicas, y no a la idoneidad de la propuesta comercial. . Si mañana tenemos una salida soberana al mar, ¿qué vamos a exportar por nuestra flamante frontera marítima? Pocas naciones se preocupan más por evitar que sus productos salgan, que por controlar los que entran a su país. Con o sin salida al mar, los productos bolivianos no se van, ni irán, al exterior en barca; una preocupación menos para la política de prohibición de la exportación.
sábado, 5 de febrero de 2011
Es el Incentivo, Estúpido
Arkansas es un pequeño estado, algo parecido a Tarija, ubicado en la mitad norteamericana que perdió la Guerra Civil. Gracias a su eslogan, “es la economía, estúpido”, un oriundo de esa región, conocido por su debilidad por el saxo, fue elegido Presidente. Bill Clinton, un pueblerino de familia humilde, dirigió una de las bonanzas más importantes de la historia. En contraste, en Bolivia se nos vende a diario propagandas que crean una bonanza mediática, como si la economía fuese cuestión de tener buena voluntad.
En 2006, después de nacionalizar los hidrocarburos, el Gobierno adornaba las calles urbanas con gigantes anuncios pregonando su mejor deseo que en Bolivia nunca más se repitan los gasolinazos. Su lógica, llamada “falacia de la composición”, asume que tener control de los medios de producción confiere poderes mágicos, capaces de controlar voluntades, mentes y la capacidad de producción. Cinco años más tarde, nuestros poderosos empiezan a entender que la economía es cuestión de incentivos, un bien colectivo a punto de desaparecer.
Incentivos haya cada vez menos: al sector agroindustrial se lo intimida, el aliciente para empresas es cerrar sus puertas, comerciantes deben adivinar sus costos, mientras que infalibles burócratas se aferran a jugosos presupuestos, paralizados por el fantasma de Marcelo Quiroga Santa Cruz. Los empresarios no tienen incentivos para invertir, mientras que los empleados públicos temen mover un solo dedo. Incluso entre compañeros se delatan y clavan puñales administrativos, porque el incentivo mayor es hundir al oponente, incluso si viste un poncho del mismo color. La gran ironía de la economía boliviana es que está a merced de un Gobierno cuya gran propuesta política fue el arte del bloqueo, cuyo legado será bloquear el sector productivo y paralizar la inversión.
La oposición es otra víctima de esta paralización, sus cerebros colectivos anonadados por la cacería de brujas desatada por el fantasma de George W. Bush y su guerra santa contra el terrorismo. La atrevida admonición de Bill Clinton sobre la importancia de lo económico (estúpido) se queda en un comprensible lamento, un análisis de lo obvio: las familias empiezan a pasar penurias. ¿Una solución? Incentivar el empleo y la producción. ¿Cómo? La fórmula se convierte en un cansado mantra que al pueblo le cuesta entonar: reglas de juego claras. Un incentivo inmejorable para la inversión es la seguridad jurídica, una garantía que el Gobierno no ha de ensañarse con una empresa privada, como si el éxito económico fuese una traición.
El pueblo quiere soluciones. Para que las soluciones lleguen, debemos comprender que la empresa privada crea empleos e incrementa la productividad. A su vez, el Gobierno debe entender que, en vez de acosar al sector productor, debería intentar ayudarlo. Pero en vez de brindar incentivos fiscales para invertir en producción, el Gobierno parece estar empecinado en hacer cada vez más riesgoso hacer negocios en Bolivia. Lejos de crear incentivos, la política económica es una voluntad de castigar, amenazar y espantar la empresa. En vez de reducir las cargas impositivas, para que la inversión se convierta en empleos y mayor producción, el ímpetu fiscalizador se convierte en otra cacería de brujas. La energía del Gobierno se enfoca en satanizar regiones, políticos y empresarios, una malversación de nuestro tiempo y recursos. El efecto multiplicador del miedo es la paralización. Bloquear ha resultado ser nuestro arte supremo y hablar de incentivos un prohibido tabú “neoliberal”.
En 2006, después de nacionalizar los hidrocarburos, el Gobierno adornaba las calles urbanas con gigantes anuncios pregonando su mejor deseo que en Bolivia nunca más se repitan los gasolinazos. Su lógica, llamada “falacia de la composición”, asume que tener control de los medios de producción confiere poderes mágicos, capaces de controlar voluntades, mentes y la capacidad de producción. Cinco años más tarde, nuestros poderosos empiezan a entender que la economía es cuestión de incentivos, un bien colectivo a punto de desaparecer.
Incentivos haya cada vez menos: al sector agroindustrial se lo intimida, el aliciente para empresas es cerrar sus puertas, comerciantes deben adivinar sus costos, mientras que infalibles burócratas se aferran a jugosos presupuestos, paralizados por el fantasma de Marcelo Quiroga Santa Cruz. Los empresarios no tienen incentivos para invertir, mientras que los empleados públicos temen mover un solo dedo. Incluso entre compañeros se delatan y clavan puñales administrativos, porque el incentivo mayor es hundir al oponente, incluso si viste un poncho del mismo color. La gran ironía de la economía boliviana es que está a merced de un Gobierno cuya gran propuesta política fue el arte del bloqueo, cuyo legado será bloquear el sector productivo y paralizar la inversión.
La oposición es otra víctima de esta paralización, sus cerebros colectivos anonadados por la cacería de brujas desatada por el fantasma de George W. Bush y su guerra santa contra el terrorismo. La atrevida admonición de Bill Clinton sobre la importancia de lo económico (estúpido) se queda en un comprensible lamento, un análisis de lo obvio: las familias empiezan a pasar penurias. ¿Una solución? Incentivar el empleo y la producción. ¿Cómo? La fórmula se convierte en un cansado mantra que al pueblo le cuesta entonar: reglas de juego claras. Un incentivo inmejorable para la inversión es la seguridad jurídica, una garantía que el Gobierno no ha de ensañarse con una empresa privada, como si el éxito económico fuese una traición.
El pueblo quiere soluciones. Para que las soluciones lleguen, debemos comprender que la empresa privada crea empleos e incrementa la productividad. A su vez, el Gobierno debe entender que, en vez de acosar al sector productor, debería intentar ayudarlo. Pero en vez de brindar incentivos fiscales para invertir en producción, el Gobierno parece estar empecinado en hacer cada vez más riesgoso hacer negocios en Bolivia. Lejos de crear incentivos, la política económica es una voluntad de castigar, amenazar y espantar la empresa. En vez de reducir las cargas impositivas, para que la inversión se convierta en empleos y mayor producción, el ímpetu fiscalizador se convierte en otra cacería de brujas. La energía del Gobierno se enfoca en satanizar regiones, políticos y empresarios, una malversación de nuestro tiempo y recursos. El efecto multiplicador del miedo es la paralización. Bloquear ha resultado ser nuestro arte supremo y hablar de incentivos un prohibido tabú “neoliberal”.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)