La perfección existe en la naturaleza como proceso, jamás como resultado final. Las eternamente cambiantes condiciones materiales hacen que la vida sea posible únicamente mediante equilibrios ecológicos en dinámico fluir y movimiento. Los ciclos que acompañan el devenir de millones de organismos que coordinan sus existencias en una sinergia de intereses en conflicto, demandan de una casi infinita variedad de formas que resultan de dicha adaptación. Es asombroso observar como la muerte y violencia que acompaña la lucha por supervivencia culmina en una milagrosa cooperación, donde cada especie contribuye dentro de su propio hábitat a la perpetuación de la vida en el planeta.
Una constante y primitiva verdad es que los organismos jamás han dejado de adaptarse a entornos ecológicos que – debido a los ciclos planetarios – han atravesado unas 60 glaciaciones en los últimos 2 millones de años. Se estima que los avances y retrocesos glaciales suceden cada 11,000 años, en línea con la órbita natural de la tierra alrededor del sol. El último periodo glacial - durante el Pleistoceno - duró 0.1 millones de años y terminó hace 10,000 años, en línea con el desarrollo de la civilización humana.
El profesor Tzedakis, Universidad de Leeds, Inglaterra, argumenta que la cantidad de gases de invernadero (CO2) que el ser humano expulsa a la atmosfera – irónicamente – puede acelerar el advenimiento de una nueva era glacial. Esta por demás añadir que el hecho que la naturaleza tenga la capacidad de adaptación no es excusa para contaminar desalmadamente el planeta. Los humanos no tenemos el derecho de acelerar ciclos; menos ser cómplice en el exterminio de especies; mucho menos conducir al abismo ecológico a nuestro único hogar. Pero el objetivo compartido de revertir la demencial marcha hacia un desastre apocalíptico creado por la industrialización tampoco justifica inventarnos realidades que existen únicamente en mentes desquiciadas por el dolor existencial de observar el altísimo costo de adaptación y desarrollo de fuentes ecológicas de energía. Menos cuando el dolor existencial no les impide seguir lucrando del mercado de energía a base de carbono.
La adaptación demanda que no existan - biológicamente y culturalmente hablando - verdades absolutas. La adaptación requiere de una pluralidad de manifestaciones y diversidad. La anterior premisa no quiere decir que todo sea relativo. El conjunto de condiciones (y valores) que constituyen un momento específico sobre este planeta (y sociedad) componen una verdad coyuntural; que es relativa y absoluta a la misma vez. Una verdad es relativa en relación al futuro, pero es absoluta en relación al presente. Entre ambos “momentos” existe un proceso – a veces natural, otras veces social, siempre divino – que lentamente va adaptando verdades biológicas, científicas y culturales a nuevos entornos, descubrimientos y realidades, para repetir el círculo dialectico por toda la eternidad.
La moral es una de las pocas verdades absolutas. No es “relativo” – por ejemplo - el amor (por “instintivo” que sea) que profesa un progenitor por su retoño, una altruismo sin el cual la supervivencia de especies complejas (como ser los mamíferos) sería imposible. Sin el cuidado desprendido de incluso algunas especies de peces, que celosamente cuidan los huevos que prolongarán su herencia genética, no puede existir adaptación o vida posible. Otra “verdad absoluta” de la naturaleza, por ende, no es la supervivencia del más fuerte; es la supervivencia del más cooperador - una conducta moral hacia la siguiente generación cuyo substrato es el amor al otro.
Tampoco es “relativo” que la naturaleza, Dios, Gaia, o el cosmos, perpetúe el proceso que evolutivamente dio lugar y permite que trillones de diferentes tipos de ojos interpreten trillones de realidades relativas. Desde la mosca que observa una mano acercarse para darle una caricia, hasta la ecolocalización mediante la reverberación de sus chirridos que reproducen el entorno dentro del cerebro del murciélago, la visión existe. La visión no es relativa. Lo que es relativo es el producto de dicha visión, sobre todo en el entorno social del ser humano.
Tal vez sin visión la adaptación sigue siendo posible. Pregúntenle al topo. Pero sin el interés personal que motiva hasta las abejas luchar por la supervivencia de su panal (y no por el panal vecino), la adaptación sería imposible. El interés personal conduce algunos a querer convertirse en mártir (y disfrutar de una vida eterna), o ser un santo (y vanagloriarse en la gratitud eterna del Señor). Pero incluso aquellos que sacrifican sus vidas por un servicio a la patria y deseo de ayudar al prójimo, lo hacen porque encuentran en dicho sacrificio algún tipo de gratificación personal, un interés de velar por una vocación personal que es consistente con la constante de la naturaleza, no una verdad relativa.
El interés personal puede asumir millones de distintas formas. Cualquiera fuese su manifestación, es parte del proceso diseñado por la fuerza más grande y sabia del universo. A esa fuerza divina/natural pueden ponerle el nombre que quieran. Al concepto que debemos atravesar por un proceso de adaptación semántica es al concepto de “interés personal”. En el presente absolutista estamos utilizando “interés personal” como sinónimo de “egoísmo”, una confusión que ofusca la mente y causa gran daño económico. El satanizar el interés personal y lógica de incentivos personales no permite desarrollar un bien común y cooperación en base tanto a la solidaridad como a conflictos de intereses que – de estar las políticas, leyes e incentivos correctamente alineados y probamente diseñadas – ayudarían a mejor conducir el desarrollo moral, social y económico de nuestro único y glorioso hábitat andino. La opción es intentar crear siervos autómatas del Estado, seres sin un interés personal, lo cual es ir en contra de la naturaleza.
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