lunes, 26 de noviembre de 2007

Muerte Lenta

Preguntaba a amigos, en una encuesta informal, cual son los principios básicos que debían ser respetados para mantener la estabilidad política, y avanzar así un concepto de justicia en el país. La pregunta se remonta a la antigua Grecia, época en la cual solían preguntarse sobre la naturaleza de las cosas. Nuestra era parece estar caracterizada por la gran dificultad que tenemos para definir incluso los aspectos más elementales de lo que se requiere para “vivir bien”. Pocos de mis amigos deben haber tomado en serio mi pregunta, por lo menos las respuestas nunca llegaron. ¿Por qué?

Tal vez - y debería dolerme - nunca contestaron porque no me toman en serio. Después de todo, ante sus ojos seguramente soy simplemente un comentarista, sin ninguna trascendencia en el juego que realmente cuenta: la pugna por el poder. En Bolivia, ser independiente, intentar ser objetivo, y defender principios por encima de intereses políticos del clan, es ser un iluso que no comprende la realidad, o un traidor a la causa. No me duele que mi independencia intelectual pueda provocar desprecio, porque reconozco ser un romántico empedernido, y no puede dolerme que me dejen entrever una verdad.

Otra posibilidad es que no vean la necesidad de reflexionar sobre los principios básicos que requiere nuestra sociedad, porque incluso un perfecto planteamiento de esos principios, y una perfectamente razonable definición, jamás permitiría llegar a un consenso. Deben asumir que no faltaría algún trasnochado postmodernista que considere incluso el ejercicio intelectual de definir los principios, un reduccionismo racionalista impuesto por el imperio occidental. Al estar Bolivia en medio de un empate político, alimentado por una polarización sofista, deben suponer que el impase jamás será resuelto sobre la base de ideales. Por ende, consideran inútil el ejercicio, y prefieren enfocarse pragmáticamente en lo que cuenta: la pugna por el poder.

En nuestro entorno, un principio que ambos bandos demuestran no entender o respetar, es “lealtad al sistema”. Es incongruente, por ejemplo, que la oposición exija se respeten los principios democráticos (sistema), cuando está dispuesta a violarlos si su agenda política así lo demanda. Si el ímpetu de su argumento es defender la democracia, entonces la oposición debería siquiera censurar y reprochar actos que atentan contra los derechos civiles de quienes deciden no participar en los varios paros cívicos que han sido decretados. Otrora, cuando tácticas de coerción, destrucción y saqueos de la propiedad fueron utilizadas por los sindicatos, merecieron de tal reproche. Ahora que son utilizadas por los comités cívicos, ¿representan una forma legitima de protestar?

Nuestro “sistema” es evidentemente imperfecto, lleno de vacíos legales, imprecisiones y anacronismos conceptuales. Ello no justifica traicionarlo. La monumental tarea es transformarlo de tal manera que incorpore contrastantes visiones que por el momento solo comparten un mismo apetito. El debate se supone es sobre principios, y que del ejercicio democrático resultará cierto consenso. Ello requiere de convicción hacia esos principios básicos, que tanto nos cuesta definir. El único consenso parece ser sobre la “imparcialidad”, un principio que todos asumen ridículo. Temo, por ende, que confundo mi intención con algo útil, y tal vez deba limitarme a beber de mi veneno.

Año Cero

Todos los bolivianos compartimos un pasado abusivo, lleno de caprichos insensatos, mentiras y gran hostilidad. Alguna vez fuimos todos culpables de un egoísmo sin límites; y nos impusimos sobre el otro, asumiendo que satisfacer nuestras más básicas necesidades era su deber y obligación. En el pasado, yo también actué con arrogante prepotencia. Merecedor de todos los derechos imaginables, y sin ninguna obligación, aplicaba estrategias violentas, arrojando objetos, bloqueando la paz de mis progenitores, imponiéndoles mi voluntad. Era agresor y victima al mismo tiempo, y no sabía articular mi frustración. Ahora entiendo que me sentía dependiente, hostigado, permanentemente vigilado, y que tan solo quería obtener mi libertad.

Todo ser humano nace con la voluntad de ser libre, con el deseo de darle sentido a su existencia, y la típica impetuosidad de una infantil fogosidad. El espíritu de ser libres nos embarga desde que nacemos. La capacidad de aceptar y entender que únicamente la interdependencia social permite cumplir con tan noble objetivo viene después. ¿Quién no ha observado el infantil proceder de un niño que no entiende razón alguna, y que pretende imponer a la fuerza su razón? Después de todo, el sentido de justicia de un niño no contempla las repercusiones de la inmadurez con la que actúa.

Con el pasar del tiempo, el ser humano aprende a convivir, cooperar y respetar el derecho ajeno. Y aunque nuestro egoísmo y apetitos son tan solo atemperados, aprendemos a controlar nuestros impulsos y a fraternizar en armonía. Una vez comprendida y aceptada nuestra interdependencia, aprendemos a construir con mayor destreza espacios humanos que avanzan y permiten la anhelada libertad.

Hoy que somos padres, comprendemos que la mejor manera de guiar el ímpetu de libertad de nuestros hijos es mediante el ejemplo y la comunicación, y no a partir de golpes y humillaciones. Ello no es garantía que la juventud sea más gentil y considerada. Tal vez hemos reemplazado a los muchos traumatizados de ayer, por unos cuantos insolentes. Pero el proceso no se detiene, y dicta que luego ellos deberán aprender de su propia impertinencia.

Cada vez que una generación pasa la batuta, la nueva generación adapta y mejora las normas y conductas heredadas. El hijo convertido en padre puede mejorarlas, pero difícilmente puede destruirlas, y de cero comenzar. Digo, puede hacer lo que le dé la gana, pero no vive en una isla. Por ende, su conducta – para ser eficaz y tener un resultado positivo - deberá tener una mínima coherencia y respeto hacia los objetivos, normas y conductas de los demás papás. Luego el ciclo se repetirá otra vez, con cada nueva vida que nace a este mundo.

Una nación, sin embargo, no muere, y por ende menos puede darse el lujo de despreciar las reglas básicas que rigen la convivencia de su extendida familia. Necesitamos de un nuevo pacto social, de mejores leyes y horizontes que incorporen sectores que fueron injustamente marginados. Ello no justifica arrollar el debido proceso, violentar la separación de poderes, y corromper el principio de igualdad ante la ley. Confundir la prerrogativa de perfeccionar nuestro marco constitucional, con el derecho de imponer una “voluntad política” mediante urnas que solo harán eco al llanto de fáciles consignas, es forjar nuestro futuro con la filosofía que utiliza un recién nacido.

¡Imposible!

Imagínese que usted es otra persona, de una etnia y clase social distinta, y que pertenece a otra religión. Imagínese también que esa persona tiene una situación económica completamente diferente a la suya, y que tiene otro nivel de educación. Si usted es un doctor, imagínese analfabeta. Si tiene apenas lo suficiente, imagínese que ha acumulado honestamente dinero y poder.

Es muy difícil imaginarnos ser otra persona, o siquiera que hay quienes progresan con “honestidad”. Por ende, es difícil imaginar posibles leyes que sean justas para todos, sin importar etnia, género, aptitudes, o posición social. Si somos pobres, nuestro impulso natural será elaborar leyes que beneficien a los pobres. Si somos ricos, querremos leyes que defiendan nuestra propiedad. Si somos mediocres, aspiramos que todos así lo sean, y si nos creemos talentosos, buscaremos que se nos premie la desigualdad.

La igualdad es un objetivo noble, y mientras mayor igualdad exista, mayor estabilidad y paz social. Lamentablemente, es imposible imponerla. Para avanzar ese ideal, una sociedad puede avanzar el principio de igualdad ante la ley, y crear condiciones para que todo individuo tenga iguales oportunidades. El gobierno puede también implementar políticas que enmienden injusticias. Una mayor igualdad tomará tiempo, pero no es imposible.

El permitir que la desigualdad sea en beneficio de todos es una opción. La otra es - mediante una violenta lucha de clases – destruirla. La primera opción permite que un individuo –cualquiera su etnia, género o religión - acumule honestamente mayor riqueza, sabiduría y poder que su vecino. Lo importante será que lo hagan honesta y merecidamente, que compartan su sabiduría, y que las leyes impidan abusar de ese poder. Para ello, se deben crear programas que – sobre la base del talento, esfuerzo y dedicación – permitan que los más desaventajados inviertan su tiempo en estudiar un postgrado, ingresen luego a la burocracia, o emprendan su propio negocio.

Si existen individuos mediocres que han acumulado riqueza porque han abusado de un cargo público, vacíos legales o la impunidad, eso es injusto, debe evitarse y empezar a castigar. Pero los vicios del pasado no cambian el hecho que tenemos diferentes iniciativas, ambiciones, curiosidades y aptitudes. Somos diferentes, y esas diferencias pueden crear una sociedad pujante e innovadora. Si la diferencia se basa en un privilegio de clase, género o etnia, hay que corregir esa situación. Sin embargo, destruir la desigualdad es una tarea mucho más injusta y corrupta, que utilizarla para desarrollar el potencial del individuo.

Si hay personas que acumulan riqueza honestamente, que sea porque crean empleos y pagan impuestos. Si hay personas que acumulan sabiduría, que sea porque tienen ganas de estudiar mucho, y poner a buen uso la lección. Si alguien llega al poder, que sea porque el pueblo lo ha elegido. El poder que sustenta el Presidente - por definición - es desigual al poder que tenemos todos los demás. Esa es una desigualdad justa y necesaria. Lo importante es que las leyes delimiten y supervisen sus potestades, y que su temporal acumulación de poder sea por el bien de todos, y no para hacer de la justicia un desquite personal.