viernes, 4 de mayo de 2007

Las Clases de Luchas

Solían los filósofos creer que en la prehistoria el ser humano convivía sin leyes, en un “estado natural”. Hoy entendemos que –al igual que existe una predisposición en nuestra especie para el lenguaje, la música y las matemáticas - el ser humano siempre ha desarrollado reglas, creencias y costumbres - o por lo menos desde que empezó a vivir en comunidad. Se creía también que en aquel estado idílico y entrañable, cuando éramos iguales de inocentes que nuestro silvestre entorno, la imposición del orden se lograba solo mediante el uso de fuerza. Hoy comprendemos que – al igual que los chimpancés – los humanos obedecemos a ciertos principios básicos que permiten controlar la conducta de los miembros del grupo, de manera de poder avanzar el bienestar en lugar de pasársela peleándose por el poder. La ley, por ende, forma parte de un código instintivo, y representa una de las herramientas más valiosas con las que cuenta el ser humano para garantizar la supervivencia de su especie.

Sin embargo, si nos tomáramos la molestia de salir a la calle y preguntar, “¿qué quiere decir para usted “la ley”?”, temo que nos sorprendería lo difícil que es para muchos conceptuar algo que parecería ser básico y evidente. Tal vez la respuesta dependa cómo formulamos la pregunta, y tal vez la respuesta dependa de quién haga la pregunta, y hasta cómo esté vestida la persona. La subjetividad, después de todo, es rey. Pero la respuesta es muy sencilla: Las leyes son reglas que definen nuestros derechos y responsabilidades. Algo tan sencillo parece hoy perderse de la conciencia colectiva, y en lugar de enfocarnos en desarrollar reglas que permita mejor avanzar nuestro bienestar común, pareciéramos preferir mantenernos en un estado de frenesí, como si esperando que sea un sacrificio humano el que logre apaciguar nuestras frustraciones. Pero incluso esos rituales son racionales en la medida que permiten enfocar y canalizar los esfuerzos del pueblo. Lo que es irracional es disipar la energía que representa la voluntad de cada uno de los bolivianos, simplemente porque no se entienden algunos preceptos básicos que hacen que la convivencia, incluso entre chimpancés[1], se dirija hacia mínimos objetivos compartidos, como ser aquel que representa la estabilidad.

En la historia de la humanidad han existido, y existen, leyes injustas o anacrónicas que deben ser revertidas o perfeccionadas. Durante la era oscura del medievo europeo, por ejemplo, los poderosos terratenientes eran quienes imponían sus propias leyes sobre sus vasallos, un antecedente histórico que muchos dirán aun refleja lo que sucede en nuestro propio suelo. Quienes tan cínicamente prefieren optar por una postura que ignora el lento proceso evolutivo de la sociedad - y tal vez pretenden acelerar el proceso mediante el fuego de la lucha de clases y una sangrienta revolución - subestiman el marco legal establecido, el cual afortunadamente aun rinde tal irracionalidad poco probable. Es precisamente el hecho que hemos desarrollado reglas que permiten cierta convivencia pacifica, y sobre todo la alteración pacifica del poder, lo que permite aun mantener un vestigio de civilidad.

Ahora nos encontramos en pleno proceso de definir las nuevas reglas de juego y las bases conceptuales sobre las cuales hemos de brindar al individuo las garantías e incentivos para avanzar su bienestar, y en la misma medida avanzar el bienestar de todos. Pero parece que hay quienes prefieren invocar mediante hechicería a los espíritus ancestrales, que utilizar las herramientas y la sabiduría adquirida a través de cientos de años, experiencias que permiten a las sociedades dejar de tropezar con la misma piedra. Para ello, sin embargo, se requiere empezar por algo tan básico como siquiera preguntarse para qué sirven las leyes, y para qué una nación desarrolla preceptos básicos enmarcados en una constitución.

Hace apenas 300 años no se conocían leyes de la naturaleza que hoy todos damos por obvia. En ese entonces, por ejemplo, se explicaba el proceso de combustión como el resultado de la liberación de una sustancia que llamaban flogisto. Un francés, Antoine Lavoisier, encontró dicha noción difícil de creer, y en 1772 descubrió que algunos químicos ganaban peso al quemarse. Fue de esta manera que llegó a la conclusión que algo era añadido a éstos químicos, en lugar de que algo – el flogisto – se desprenda de ellos. En 1794, Lavoisier se enteró que un ingles había descubierto un gas que aparentemente era imprescindible en el proceso de combustión. El gas que había descubierto Priestley era nada menos que el oxigeno, y Lavoisier llegó a la conclusión que cuando un combustible arde, es porque se mezcla con el oxigeno, y que no existía tal cosa como el flogisto. Mas adelante Lavoisier utilizó el descubrimiento de otro ingles, Cavedish, para concluir que el agua estaba constituida por la combinación del hidrógeno con el oxigeno. La ciencia de la química era tan incipiente, que Lavoisier incluso tuvo que darle el nombre hidrógeno al gas que hoy todos entendemos forma parte imprescindible de nuestro entorno, y sin el cual el ser humano no podría sobrevivir.

Algunas leyes pertenecen a la naturaleza, y es menester nuestro descubrirlas. Otras son construcción humana, y es menester nuestro perfeccionarlas. Quisiera, en este sentido, establecer un concepto básico. La lucha de clases es una estrategia política que funciona en dos entornos muy contrastantes. En un extremo, las instituciones deben ser sólidas, funcionales y operativamente eficientes, y la cultura democrática debe estar igualmente bien cimentada. Aquí la lucha de clases permitirá una discusión dialéctica progresiva y las diferencias no resultaran en inestabilidad. En el otro extremo, el entorno político debe estar tan desgastando, ser tan injusto e ineficiente a la hora de redistribuir el poder y la riqueza, que la única alternativa es inflamar las diferencias, y utilizar la cohesión política que otorga la lucha de clases para encender una violenta destrucción de las estructuras existentes. En este segundo escenario no hay un proceso evolutivo gradual, sino un proceso revolucionario total, cuyo objetivo es reemplazar el monopolio de la clase gobernante, con la dictadura de quienes no fueron permitidos participar en la construcción de las reglas de juego, y que no participaron de la distribución de la riqueza nacional. En este escenario la inestabilidad es parte del proceso de desgaste que lleva al desenlace final, y de alguna manera es un prerrequisito para la inteligencia revolucionaria. Bolivia no se encuentra en ninguno de estos extremos, y la lucha de clases tan solo logrará retrasar nuestra inserción a la economía mundial.

En 1793, cuatro años después de la Revolución Francesa, comenzó en Francia el Reinado del Terror. Lavoisier tuvo que ser testigo primero de cómo la Academia de Ciencias era abolida, y luego como su participación en “los granjeros de la hacienda”, le ganó ser sentenciado a la guillotina. El juicio duró menos de un día, y en la tarde Lavoisier fue decapitado en la Plaza de la Revolución, hoy la Plaza de la Concordia. Lagrange se lamentaba de esta manifestación de resentimiento, “en un solo instante se quedó sin cabeza pero harán falta mas de cien años para que aparezca otra igual”. Perder la cabeza es algo que hoy se vuelve cada día más fácil, y prueba de ello es que en nuestra clase de lucha, se pretendió convertir en “enemigos de clase” a los cooperativistas mineros. Parecía que éstos intentaban obtener reglas de juego que permitan racionalidad en su actividad, en lugar de chantajes económicos. Tal vez lo que querían sus lideres era su botín. Cualquiera sea el caso, lo que es evidente es que, en lugar de avanzar un sector minero sostenible, se ha utilizado a la lucha de clase como estrategia política, y esta clase de lucha solo logra que perdamos el tiempo, y posiblemente hasta la cabeza.

Flavio Machicado Teran

[1] Ver Frans De Wass: Primates y Filósofos: La Evolución de la Moralidad. Princeton University Press, 2006

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